crítica: «OLIVIA Y EUGENIO»
Concha Velasco: la mirada más brillante del teatro español
Es ella la que lleva el peso de la hora y media de función, en un soberbio alarde de ejercicio teatral, sobre un texto que es prácticamente un monólogo
Concha Velasco se desnuda con las palabras. Una a una, desgrana su vida en cada vocablo de emociones encontradas, con esa locución y presencia que sólo los actores de raza como ella son capaces de hacerlo. “Pareciera que hacer una receta de pollo al chilindrón fuera más fácil que morirse”, dice Concha en un instante de la obra, uno de esos en los que ella sabe cómo imprimir ese tono lacónico y grave al humor con el que afronta los palos de la vida, aunque sea otro más que se suma a la carga del camino.
Y es que, en esta ocasión, Concha Velasco sale al escenario con una creencia clara que dominará todo el tono de la función, la de haberse decantado por la muerte como la más pragmática de las salidas a la vida, sobre todo, cuando ésta se empeña en zarandearte tanto. A punto de rendirse, será su hijo quien le recuerde que sólo se vive mientras vivimos, que para la muerte siempre hay tiempo, y que todo ese tiempo es de vida...pero lo más significativo de la obra es que se trata de un muchacho con síndrome de Down. Ellos son ‘Olivia y Eugenio’, Concha Velasco y Rodrigo Raimondi, bajo la dirección de José Carlos Plaza.
Olivia es una galerista de profesión y viuda de un marido adicto al juego, el alcohol y la cocaína, con el que tuvo dos hijos, uno ya emancipado que sólo se acuerda de ella cuando necesita dinero, y otro totalmente dependiente de ella, Eugenio, con el que comparte destino en el suicidio programado que le ronda la cabeza, como única solución al cáncer que acaban de diagnosticarle.
Concha entra a escena con dos armas infalibles, esos ojos que le brillan como a ninguna otra actriz española, y la combinación de fármacos que guarda en su bolso y que pondrá fin a la vida de ambos (debidamente tomada, según instrucciones facilitadas por la asociación para una muerte digna). De este modo tan singular, comienza el repaso a su existencia de Olivia, una mujer sentimental y cariñosa, fuerte y entregada, pero de salud mermada, a la que ahora le falla el suelo bajo los pies al pensar en el futuro de Eugenio cuando ella ya no esté.
En el fondo, aún debe convencerse a sí misma del paso que ha decidido dar y es por ello que aborda ese crudo ajuste de cuentas con todos y con todo, desde la infelicidad de su matrimonio a la soledad con la que afronta los cuidados de Eugenio, con quien conforma una unidad emocional que la aferra aún más a lo que en estos momentos teme: la vida que les aguardaría si tocase cuidar de ella. Se sincera con quien, en realidad, cree que no acaba de entenderla, ese hijo que no cambia con el paso de los años, capaz de amor y ternura infinitos (interpretado por un actor también con síndrome de Down), siempre dispuesto a mostrarle su cariño y su comprensión incondicionales, incluso en aquello que a priori escapa a su discernimiento.
Eugenio es quien únicamente se salva de la criba, de la ácida crítica que Olivia hace de la sociedad intolerante que apunta a la diferencia con el dedo, que marca fronteras a la hora de conceptuar qué es normal y señalar que no lo es...a pesar de la vergüenza inicial que reconoce sintió al “parir un hijo así”. “¿Son normales los corruptos, los violadores de niños, los maltratadores, los falsos amigos, los violentos...? Los corruptos que nos roban deberían estar en la cárcel, pero no lo están, están libres... Ya quisiera la madre de un terrorista haber tenido un hijo como tú”, afirma Concha Velasco ante el público en un verdadero alegato de crítica a una sociedad de doble moral. Y todo ello desde un escenario preciso, bien delimitado por la cotidianeidad del día a día y muy cálido, que muestra un hogar con transparencia, en el que todas las puestas están abiertas, en el que no hay nada que esconder ni de lo que avergonzarse ya.
La alegría por vivir de Eugenio acabará por contagiar a una madre que ya no se siente acorralada por el destino, que descubre que el amor lleva siempre a la esperanza. En este punto, Rodrigo Raimondi hace alarde de una chispa en su expresión y hasta en sus movimientos (fantástico el momento de baile en pareja con la madre), que encandila al público gracias al humor que comparte como cómplice de Concha Velasco. Son un tándem emotivo fantástico cuando toca bascular de la comedia al drama mientras se preparan para la que parece, sólo lo parece, será la última cena entre ambos. Pero, sin duda, es la gran Concha Velasco la que lleva el peso de la hora y media de función, en un soberbio alarde de ejercicio teatral, sobre un texto que es prácticamente un monólogo, y en el que ella se mueve cómoda de una emoción a otra, de la frustración y el miedo, a la ironía y la esperanza, dominando el escenario como ella sabe. Después de todo, la vida es un regalo que sólo te dan una vez, más allá de cualquier limitación. Y los ojos de Concha brillan más que los de nadie.