confieso que he pensado
El derecho a saber
La opacidad supone la aplicación de métodos medievales injustificados según los cuales el representante público se considera, de facto, el dueño y señor de la administración
El Gobierno de Canarias tiene todo el derecho del mundo a expresar su opinión acerca de un asunto que considere de interés para la población. Está legitimado para ello porque vivimos en un país libre y porque el poder conferido a través de las urnas le obliga a emitir una valoración acerca de aquello que, según su parecer, pueda resultar de sumo valor para la ciudadanía.
Pero ese legítimo compromiso con la información ciudadana no puede limitarse a lo que los prebostes del Ejecutivo consideren oportuno, sino que debe abarcar todo aquello que la opinión pública, objetivamente, tenga derecho a conocer. Uno de esos ámbitos es en qué y cómo se gastan los cuartos, porque el dinero que maneja el Gobierno no es del Gobierno, sólo faltaría, sino de usted y mío, y debemos saber qué se hace con él.
Por ello, que el equipo que dirige el nacionalista Paulino Rivero se aventure en una campaña para advertir acerca del riesgo de las prospecciones petrolíferas puede ser más o menos discutible –máxime si se utilizan argumentos destinados en exclusiva a soliviantar el populismo recalcitrante–, pero lo que no resulta en absoluto cuestionable es el derecho de los gobernados, es decir, los contribuyentes, esto es, aquellos que mediante tasas e impuestos sostienen las actividades que ejerce el Gobierno autonómico, a conocer el montante que se destine a dicha campaña.
La opacidad supone la aplicación de métodos medievales injustificados según los cuales el representante público se considera, de facto, el dueño y señor de la administración, y por ello carece de la obligación de dar explicaciones. A la antigua usanza.
Ejemplos de ello existen a raudales, máxime cuando los fondos de todos se destinan a satisfacer veleidades ideológicas como la creación de organismos públicos innecesarios o a la financiación de guerras políticas sin ningún otro objetivo que la desacreditación del adversario ante la opinión pública.
En el caso que nos ocupa nos hallamos en el segundo de los supuestos, en un enfrentamiento más, y van unos cuantos, con la administración estatal que tiene mucho de populismo y poco, casi nada, de raciocinio, como si la política hubiese dejado de ser algo serio y, en lugar de velar por los intereses del ciudadano, lo importante fuera hacerse valer a cualquier precio, dilapidando el dinero de todos si fuese menester. Y lo que es peor: con premeditación, nocturnidad, alevosía y sin dar ningún tipo de explicación.