POSTALES

Werther en Cataluña

«A los nacionalistas catalanes no van a convencerles ni cifras ni argumentos porque preferirán el suicidio a renunciar a su objeto amado»

José María Carrascal

¿Ha intentado usted convencer a un hombre, o mujer, enamorado de que ese amor no le conviene? El famoso «contigo, pan y cebolla» advierte de la inutilidad de tal intento. Por más argumentos que le exponga y más datos que le ofrezca sobre las desgracias que le esperan, el enamorado moverá la cabeza mientras le mira con sonrisa condescendiente.

Se ha comparado el nacionalismo con el enamoramiento, también con la borrachera. A efectos prácticos es lo mismo: no valen razones con él, se trata de un sentimiento, pasión más bien, que vence a todo interés o lógica. Quiero decir que a los nacionalistas catalanes no van a convencerles ni cifras ni argumentos porque, si los son de verdad, preferirán el suicidio a renunciar a su objeto amado, como hizo el joven Werther, cuyas tribulaciones nos contó Goethe. Claro que «Werther» es una novela, y el catalanismo, una realidad, y aunque Goethe sacó el argumento de un lance personal de su juventud, él no se suicidó, continuó viviendo –por fortuna para todos–, prueba de que tan enamorado, tan enamorado no estaba. Lo que nos lleva al núcleo de nuestra cuestión candente: ¿cuántos nacionalistas de verdad hay en Cataluña? ¿Cuántos están dispuestos a hacer la larga y penosa travesía hacia la independencia? Descarto, desde luego, a los políticos, que sólo obtendrán ventajas: subir de rango, poder total, escapar en bastantes casos de la Justicia española por la corrupción en que están envueltos. Me refiero a los que se han creído el cuento que les han contado: que Cataluña se convertirá en un plis-plas en una Holanda o Dinamarca, una nación pequeña, desarrollada, estable, homogénea, con monarquías aceptadas desde hace siglos, partidos políticos que se turnan en el poder sin problemas y excelentes relaciones con sus vecinas. Sólo en lo de pequeña y desarrollada se les asemeja. En el resto es distinta, diría incluso opuesta. Cataluña tiene hoy una población partida por la mitad. La guerra de banderas de ayer en el Ayuntamiento de Barcelona va a ser una broma comparada con la que se produciría. Por si fuera poco, no va a encontrar amistad, sino animosidad de sus vecinas, empezando por una España desairada, mientras, no ya Francia e Italia, sino el resto de los grandes países europeos la mirarían con desconfianza por el ejemplo de división regional que establece.

No me adentro en cifras, de sobra expuestas –el libro de Borrell no puede ser más contundente– sin que hayan servido de mucho, pero sí quiero apuntar un hecho irrebatible: Cataluña pertenece a la Unión Europea (no estoy hablando de Europa, sino de un consorcio de estados europeos con sus normas), por formar parte de uno de sus miembros. Si se separa de España –pues es ella la que se va, no la echamos– seguirá estando en Europa, pero no en la Unión Europea. Para la comunidad que ha sido la más europea de todas las españolas, todo un shock. De la magnitud del mismo dependerá lo que salga de las urnas el domingo.

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