POSTALES
El efecto llamada
Si Alemania tiene un problema, Europa tiene otro más grave, pues ningún país europeo tiene tantos medios y experiencia para absorber extranjeros
Tengo la impresión de que Angela Merkel quedó traumatizada por la escena, recogida por las cámaras y mostrada por todas las televisiones, en la que negaba por «imperativo legal» el derecho a quedarse a una implorante niña palestina. Fue lo que le hizo abrir las puertas de par en par a los refugiados.
Quince días después ha tenido que cerrarlas ante la avalancha que se le venía encima. Como han hecho los países de su entorno, con el permiso de Bruselas. Porque si resolver el caso de una niña palestina es fácil, el de los cientos de miles, o millones más bien, que huyen de la violencia o de la pobreza de sus países no lo pueden resolver ni Alemania ni una Unión Europea incapaz de poner de acuerdo a sus 28 miembros en cómo distribuir los 160.000 refugiados previstos, una insignificancia comparados con los dispuestos a arriesgarlo todo, la vida incluida, para alcanzar la tierra prometida, que para ellos es Europa. Y no les digo nada de si, en vez de 28, los miembros fueran 40 ó 50, como quieren los independentistas regionales. Mejor no imaginarlo.
Es posible que en el rasgo de buen corazón de la canciller influyese también la inquietud de sus empresarios ante la curva demográfica de su país, que necesita gente, joven sobre todo, para compensar el envejecimiento de su población. Pero una cosa son los 800.000 que Alemania estaba dispuesta a admitir, y otra los ocho millones –o los veinte, según otros cálculos– dispuestos a ponerse en camino. Y es que no se puede llevar la democracia al Oriente Medio y África a bombazos, como intentó Occidente, sin pagar factura, que puede terminar siendo la quiebra de la Unión Europea. Por lo pronto, hemos vuelto a las fronteras y a los pasaportes. Es verdad que Alemania occidental acogió, tras caer el Muro, a los 17 millones de alemanes orientales que llegaban con una mano delante y otra detrás. Pero la situación es completamente distinta. Entonces se trataba de personas con el mismo idioma, costumbres, tradiciones, mientras a los que llegan hoy se necesita enseñarles todo eso, lo que lleva mucho tiempo y mucho dinero, sin que haya la garantía de que lo acepten.
Quiero decir que, si Alemania tiene un problema, Europa tiene otro más grave, pues ningún país europeo tiene tantos medios y experiencia –recuérdense los gastarbeiters de hace medio siglo– para absorber extranjeros. Sin embargo, esta oleada provoca tal inquietud entre sus conciudadanos que ha obligado a echar el cerrojo. Pero no puede dejarse a esa gente tirada ante las fronteras ni abrírselas de par en par, porque sólo conseguiríamos que vinieran cada vez más, hasta acabar, no ya con nuestras señas de identidad, a fin de cuentas algo subjetivo, sino con nuestros medios de vida, que no dan para tanto ni para tantos, y acabaríamos todos como los que llegan.
Al lado de este problema, el de Cataluña parece una pelea de gallos. O más bien de gallinas.