EL ÁNGULO OSCURO
Un principio espiritual
El destino fatal de los pueblos a los que no une un principio espiritual es disgregarse en reinos de taifas
Las multitudes congregadas en la manifestación de la Diada nos confrontaban con una realidad que no puede negarse: hay una porción apabullante de catalanes que no quieren ser españoles, que reniegan de España y desean separarse de ella a toda costa. La aritmética de los votos podrá indicarnos si esa porción de catalanes es mayoritaria o no; pero, en cualquier caso, es al cabo de los años una porción creciente. Y, mientras no haya un principio espiritual que se oponga al separatismo, esa porción no hará sino seguir creciendo, hasta engullir por completo a la sociedad catalana.
Desde hace años, escucho las razones de los promotores de la independencia catalana y, a la vez, atiendo a las razones de quienes abogan por la unidad de España. La desgarradora verdad es que las razones de los independentistas son más convincentes, porque se cifran en un principio de índole espiritual (si se quiere sucedáneo y artificial), mientras que quienes abogan por la unidad sólo esgrimen intereses pecuniarios. Los independentistas catalanes «perciben» España como una realidad espiritual que les produce urticaria; mientras que los sedicentes partidarios de la unidad nacional perciben España como una entelequia fundada sobre la aritmética legal y los cálculos mercantiles. Inevitablemente, estos sedicentes partidarios de la unidad nacional esgrimen cifras, considerando que a los catalanes sólo se les puede engatusar haciendo sonar las monedas; y, cuando las monedas fallan, enarbolan como último recurso la ley, que confían que podrán imponer con toda su fuerza coercitiva en caso de segregación.
Considerar que el problema catalán es un pleito de codicia es un error gravísimo; y quienes defienden la unidad de España con apuntes contables son los mayores instigadores del separatismo, porque trasladan al catalán la idea de que España es una entelequia sin espíritu de la que conviene alejarse cuanto antes. Prat de la Riba afirmaba que «el pueblo es un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, una especie de ambiente moral que se apodera de los hombres y los penetra, y los moldea y los trabaja desde que nacen hasta que mueren». Tal afirmación puede parecer esencialista (sobre todo a ojos de quien sólo invoca el dinero y la ley); pero es una verdad muy profunda, que Prat de la Riba enuncia al modo liberal, despojándola de su elemento trascendente. Unamuno, menos contaminado por las ideologías modernas, lo decía de forma más neta: «¿Qué hace la comunidad del pueblo, sino la religión? ¿Qué une a los pueblos por debajo de la historia, en el curso oscuro de las humildes labores cotidianas? Los intereses no son más que la liga aparente de la aglomeración; el espíritu común lo da la religión. La religión hace la patria y es la patria del espíritu».
Se dice con frecuencia que el nacionalismo catalán es un sucedáneo religioso; y en este tópico subyace un fondo de razón (pues, en efecto, todas las ideologías son sucedáneos religiosos). Pero ¿qué principio espiritual, qué ambiente moral oponen los partidarios de la unidad nacional a ese sucedáneo religioso? Tan sólo cifras y balances; esto es, intereses. Y los intereses, como nos recordaba Unamuno, sólo pueden fraguar «la liga aparente de la aglomeración». No es extraño que cada vez haya más catalanes que quieran separarse de una España que ya sólo es aglomeración informe sustentada sobre la mera conveniencia; y, si esa liga aparente de la aglomeración no es pronto sustituida por un principio espiritual, a los catalanes los seguirán los vascos, y los gallegos, y hasta los andaluces y extremeños. Porque el destino fatal de los pueblos a los que no une un principio espiritual es disgregarse en reinos de taifas.