UNA RAYA EN EL AGUA

El trono como paisaje

La Corona ofrece a los británicos un referente, más simbólico que político, sobre el que asentar su sentido de pertenencia

Ignacio Camacho

Esa anciana de vestido chillón y bolso feo y grandote es la reina de uno de los países más estables del mundo. Una potencia económica y nuclear que se permite estar en la UE sin firmar algunos de sus tratados –como el de Schengen, clave en la actual crisis de refugiados– ni aceptar el euro como moneda. Un Estado que al ganar una guerra supo perder un imperio sin mermar su influencia, y cuyo idioma se ha convertido en la lengua franca del planeta. Una nación orgullosa que no se pasa el rato interrogándose sobre sí misma porque sus ciudadanos aprenden quiénes son desde la escuela.

Sería ventajista establecer una relación de efecto y causa entre la próspera estabilidad de Gran Bretaña y la longevidad secular de su Corona. La monarquía no ha sido el motor del éxito inglés, pero sí una pieza funcional imprescindible. Ha ofrecido a los británicos un referente más moral que político y un símbolo sobre el que asentar el sentido de pertenencia y de unidad. Se ríen de la familia real –a menudo bastante risible– con la misma naturalidad con que le guardan al trono un respeto institucional casi sagrado. En ese récord de permanencia que la Reina Isabel acaba de batir respecto a la legendaria Victoria encuentra la mayoría de sus súbditos un satisfecho sentimiento de continuidad histórica. Sin Constitución escrita la tradición es la regla de convivencia democrática, y en ella el legado monárquico es parte del paisaje. Una especie de intangible colectivo que permanece incólume mientras se moderniza el país y se transforma el paisanaje.

Tal vez la soberana, de talante más bien distante y hierático, entienda ya poco a una sociedad que ha sustituido sus resabios imperiales por una fuerte trama multicultural y que mezcla su clásico esencialismo con avanzados rasgos de mestizaje. Sin duda se ha equivocado varias veces –la más grave, durante el duelo popular por la princesa Diana– en la interpretación de la mentalidad social dominante. Pero de un modo intuitivo ha sabido resistir los altibajos de opinión pública y los zarandeos de estima demoscópica. Ha dejado pesar la densa memoria dinástica sobre el espasmódico aleteo de la posmodernidad. Y ha contado en el fondo, más allá de los conflictos contingentes, con la complicidad pragmática de una ciudadanía refractaria al aventurerismo y a las convulsiones.

El heredero de Isabel cobra pensión de jubilado y tal vez el reinado acabe con el salto de una generación sucesoria. Dará igual porque allí todo el mundo sabe que el pueblo ha otorgado su legitimidad a la institución, no a las personas. El pragmatismo nacional ha sido capaz de hacer de la Corona incluso una atracción turística, sabedores los británicos de que para muchos extranjeros toda esa simbología representa un extravagante ritual semiarqueológico. Para ellos, en cambio, no se trata de una reliquia sino de una costumbre. No es lo mismo.

El trono como paisaje

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