VIDAS EJEMPLARES

La prisa de Antonio

Conducía a 234, pero es futbolista. Su club no se lo afeará

Luis Ventoso

Casi todos nos hemos pasado de revoluciones alguna vez. Pero una cosa es regalarse un pequeño alegrón y poner el coche a 140 y pico en una recta despejada de una autovía –cruzando los dedos para que no te empapelen–, y otra distinta es convertir la carretera en el circuito de Monza y circular a 234, velocidad que casi haría toser al bronquítico bólido de Alonso.

Antonio Amaya –no confundir con el virtuoso de la copla– es un central del Rayo Vallecano del género rocoso y ya talludito, de 32 años. Hace un año el hombre se dio un capricho y se compró un cochazo, un elegante Porsche Panamera, máquina que oscila entre los 93.000 euros en su versión pelada y los 226.000 si se le empiezan a añadir chuches. El martes de buena mañana, allá por los pacíficos pagos de San Martín de la Vega, al Sur de Madrid, Antonio, que se conoce que iba con algo de prisa, probó las prestaciones del Panamera y lo lanzó a 234 por hora en un tramo de cien. El haiga iba como un tiro, claro. Pero, ay, el «Fast & Furious» mesetario del aguerrido zaguero no pasó desapercibido para el ojo cibernético de los picoletos. El radar lo trincó en pleno alarde y ahora Antonio se enfrenta a entre uno y cuatro años sin carnet, un multón épico y hasta de tres a seis meses de trena. Merecido, porque comprometió gravemente su vida y la de los demás.

Antonio, aun siendo un futbolista menor, ingresa así en la amplísima parroquia de cracks del balón que se han singularizado al volante, como el reincidente Benzema (el Alain Prost de la M-40, con su hito de 216 km/h); o como Guti, protagonista de un inolvidable y meritorio rally urbano en Estambul, donde se desempeñó bastante bien, habida cuenta de que casi rompe el maquinillo de soplar: quintuplicó la tasa.

Al ser seguidor/sufridor del Dépor, uno siente desde niño una clara simpatía por el Rayo, fraguada mayormente en la fraternidad en la derrota. ¡Cuántos partidos de Segunda en Vallecas seguidos por el transistor! Qué emociones cuando nuestro locutor local –al que apodaban «La Bombona Grande», pues aunque imitaba a Butanito lo triplicaba en arrobas– lamentaba con voz trágica: «¡Vaya por Dios, señores, otro centro-chut de nuestro lateral Mariano que se va directo a Payaso Fofó!», pues al parecer la calle tras la portería vallecana lleva el nombre del más ocurrente de los hermanos Aragón (al tal Mariano lo apodaban Centro Dramático Gallego, lo que da idea de sus prestaciones balompédicas). Pero ahora el campechano Rayo decepciona, al ver que su directiva alega en defensa de Antonio que nunca llegó a estar detenido y declina condenar su acción, pretextando que es su vida privada.

Los clubes de fútbol deben ir asumiendo que sus jugadores son ídolos sociales, especialmente para los chavales, y toca exigirles un mínimo de ejemplaridad (el amigo Antonio, por cierto, está acusado también de amañar partidos cuando jugaba en el Betis). El fútbol no puede ser un limbo ajeno a las leyes contables –hasta hace poco Hacienda hacía la vista gorda–, donde se tolera el racismo y se ríe la mala educación, donde sus divos pueden comportarse como perfectos gañanes bajo la mirada aduladora de quienes tan bien les pagan con dinero que no es suyo.

La prisa de Antonio

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