EL ÁNGULO OSCURO
Temblor de piernas
Capitalismo y comunismo comparten una visión materialista del hombre y un objetivo de dirigismo universal
El derrumbe del demagogo griego Tsipras ha encendido las alarmas entre las huestes de Podemos, que temen que a Pablo Iglesias también le «tiemblen las piernas» cuando tenga que enfrentarse con el poder del Dinero. Estas dudas sobre la bizarría de Iglesias alimentan, además, los reproches de sus disidentes internos, que deploran «la ausencia de estrategia para conseguir el empoderamiento [sic] de los ciudadanos». La elección de anglicismo tan nauseabundo (el sometimiento lingüístico es siempre síntoma de servidumbre espiritual) nos permite reflexionar sobre el concepto de hombre propio del comunismo, que postula su endiosamiento (esto es lo que se oculta bajo el anglicismo de «empoderamiento»), para después apoderarse de él más fácilmente.
En efecto, el comunismo engolosina al hombre prometiéndole que, en lugar de la imagen imperfecta de Dios que es, lo convertirá en un simulacro perfecto que sustituirá la voluntad divina. Pero el comunismo no cree en Dios; y, detrás de su chácara mesiánica, esconde su propósito de despojar al hombre de todos aquellos vínculos que lo hacen fuerte (que presentará como cadenas que lo «alienan»): la patria, la propiedad, la familia, la moral y, por supuesto, Dios. Y así, una vez que el hombre ha sido «liberado» de todas estas «alienaciones» (o sea, «empoderado»), el comunismo puede hacer con él lo que le sale del nabo: albóndigas, papilla, estiércol, etcétera. Pues la misión del comunismo no es otra sino convertir el mundo en un inmenso campo de concentración donde hombres de alfeñique deambulan como espectros, convencidos irrisoriamente de que en realidad son ángeles, puesto que han «asaltado el cielo».
Pero esto ocurre cuando el comunismo impone sus propias leyes y dirige el proceso de ingeniería social. ¿Qué ocurre cuando al comunismo le toca desenvolverse en unas «superestructuras» liberales y capitalistas? Por un lado, descubre que los vínculos de la tradición que se había propuesto destruir han sido ya destruidos por el capitalismo (aunque de un modo diverso: mientras el comunismo los reduce a añicos, el capitalismo los envilece y pervierte, hasta desnaturalizarlos por completo): la patria disuelta en entelequias administrativas atomizantes y utopías mercantiles globalizantes, la propiedad concentrada en manos de unos pocos, la familia degenerada en batiburrillo infecundo de pelo y pluma, la moral diluida en indiferentismo y Dios confinado en los retretes de la conciencia y repartiendo caramelitos de misericordia a todo quisque, etcétera. Con semejante lodazal de morbideces no hay manera de convertir el mundo en un campo de concentración, que es lo que al comunismo le pone; entonces se dedica a convertirlo en ágora del caos, con la esperanza de que algún día ese caos, arrastrado por su propio apetito de destrucción, permita la entronización del comunismo.
Pero capitalismo y comunismo comparten una visión materialista del hombre y un objetivo de dirigismo universal que, en la presente coyuntura, sólo la hegemonía del Dinero garantiza, allanando el camino a aquel «tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso» avizorado por Donoso que se alimenta de los ánimos divididos y la muerte del patriotismo. Por eso, llegada la hora de enfrentarse al Dinero, al comunismo de Tsipras o Iglesias le tiemblan las piernas; y es que sólo puede combatir y domeñar al Dinero el gobernante que funda su poder sobre fuertes vínculos tradicionales: sobre la patria íntegra, sobre la propiedad repartida, sobre las familias unidas, sobre la moral cierta y sobre un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos. Pues sólo quien va bien acompañado puede enfrentarse a las huestes plutónicas sin que le tiemblen las piernas.