vidas ejemplares

Silencio

«Cuando ya no queda nada que decirse quizá es mejor cerrar la tienda»

Luis Ventoso

Allá en el cambio de siglo todavía conservábamos la soltería y con ella, ese aliciente cinegético que te espolea a trasnochar más allá de lo conveniente. En contra de lo que se cree, el primer síntoma de que un varón ha enfilado su otoño no es el temor a no poder hacer frente con decoro a las demandas de la recién aprobada viagra femenina. No, el auténtico signo de que te vas haciendo viejo es más bien mental: una creciente falta de paciencia, una irascibilidad difusa, que te lleva a incomodarte por cosas que antaño te daban más o menos igual, como la mala educación, el ruido, el adefesio o el colegueo confianzudo de personas a las que apenas conoces. Jep Gambardella, el dandy metafísico de Paolo Sorrentino, lo resumió con una gran frase: «Mi descubrimiento más consistente tras cumplir los 65 años es que no puedo perder el tiempo en cosas que no quiero hacer».

Pero antes de llegar a la sabia conclusión de Gambardella todos fuimos jóvenes y apuramos las madrugadas. En el Madrid del cambio de siglo había -tal vez siga- un seudo-restaurante italiano de ribetes algo estupefacientes, que presentaba la singularidad de que daban de cenar a los náufragos hasta las vísperas del alba. Allí aterrizamos famélicos una amiga y quien suscribe. Nos sentaron junto a la mesa que ocupaba un venerado y excelente cantautor zurdo, al que también le habían dado las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres... El poeta compartía mesa con una mujer; tal vez su mujer. La estampa de ambos era singular. Con unos quevedos apoyados en su nariz triangular, el hombre leía absorto un voluminoso libro, ajeno por completo a ella, que no hacía nada más que esperar, silenciosa y en apariencia indiferente. Comentando la jugada, nos compadecimos de una persona que aceptaba cenar con otra para ser olímpicamente ignorada.

He vuelto a ver escenas similares, casi siempre en destinos vacacionales españoles y protagonizadas por parejas veteranas de extranjeros: una mesa perfecta frente al mar, una cena opípara, pero el inconfundible matrimonio guiri iba trasegando el vino y las viandas en un silencio absoluto, angustioso para el observador latino, incapaz de concebir una velada muda. Esta semana he contemplado ya la versión española del guión. Fue a la sombra de una parra, en un asador costero popular. Tenían unos treinta años y aspecto de cómoda clase media, él con esa barba que ha devenido en uniforme, ella con un vestido ligero de playa. Él se aplicaba con el Rioja, que ella combinaba con el agua de Cabreiroá, y los platos iban pasando sin que se mirasen o se dirigiesen la palabra. En las esperas cada uno se parapetaba tras su móvil, donde al parecer sí hablaban con el mundo. Llegué a pensar si los afligiría alguna desgracia súbita, pero cuando llegó el camarero, que era afable y coñón, el tipo resucitó e intercambió con él unos risueños chascarrillos. Fue retirarse el camarero y cayó de nuevo el muro de silencio, el rictus del perfecto hastío. Luego pagaron y se marcharon juntos. No sé a dónde. Tampoco para qué. Cuando ya no hay nada que decirse tal vez lo más sano sea cerrar la tienda.

Silencio

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