UNA RAYA EN EL AGUA
Integrismo antitaurino
La ofensiva antitaurina aprovecha la languidez estructural de un espectáculo al que se puede asfixiar sin subvenciones
La fiesta de los toros contemporánea tiene dos problemas: la intransigencia de los antitaurinos… y la negligencia de los taurinos. Los primeros se han venido arriba en su furor prohibicionista con la crecida radical en ayuntamientos y autonomías; tienen a la fiesta como un emblema del viejo régimen y aspiran a erradicarla del imaginario de su refundación mitológica. Los segundos han encontrado en la yihad (Andrés Calamaro dixit) adversaria una coartada bajo la que esconder una crisis de modelo de negocio que lleva tiempo amenazando desde dentro la supervivencia de la lidia. La ofensiva de los activistas en este «verano peligroso» ha levantado la evidencia de una debilidad estructural en un espectáculo que se puede estrangular retirando subvenciones porque no ha encontrado la manera de sobrevivir por sí mismo.
Por mucho que el sectarismo antitaurino hostigue a toreros y aficionados con escraches intimidatorios inexplicablemente consentidos por las autoridades –y por cierto con un espontaneísmo de salón cuyos valientes adalides no se atreven a saltar al ruedo con el toro vivo–, la verdadera amenaza contra los festejos está en la supresión de las inyecciones económicas institucionales. Hay demasiadas corridas que dependen del proteccionismo oficial y el sector tiene dificultades para autofinanciarse porque se ha acomodado en esa rutina. La fiesta necesita defenderse del ataque ideológico tanto como de su propia inercia; sus profesionales tienen que hallar el modo de interesar a un público declinante y hacerlo pasar por taquilla presencial o televisada. En caso contrario sus enemigos siempre podrán alegar que los ciudadanos que no son aficionados no tienen por qué pagarla… aunque les retrate la hipocresía de solicitar un cine y un teatro subvencionados.
El cerco a los toros sólo es posible allá donde el espectáculo carece de arraigo. En Pamplona, gobernada por la mayor coalición de radicales de España, proetarras incluidos, la feria de San Fermín está blindada por su propia potencia social. La prohibición catalana, que tal vez este otoño revoque el Constitucional, fue posible por la previa languidez del tejido taurino, de tan escasa cohesión que el nacionalismo lo liquidó de un plumazo. El fundamentalismo actuará donde no encuentre masa de resistencia; con una tradición viva y un público movilizado, sus munícipes tendrán que limitarse a no ir a los palcos.
En lo tocante a la libertad, sin embargo, sí se echa en falta una autoridad que actúe para preservarla. El actual absentismo ante el acoso extremista, cada vez más cimarrón, resulta inaceptable; basta pensar qué sucedería si grupos integristas irrumpiesen a la brava en funciones de teatro. Pero el mundo del toro no puede autoengañarse en el victimismo ante la nueva inquisición populista. Que nadie se equivoque de burladero: el bien a proteger es la libertad, no el negocio.