VIDAS EJEMPLARES
Lobos y corderos
El asesinato de Moraña muestra de manera horrible las razones de la cadena perpetua revisable
Tres siglos después de transitar por este mundo, Jean-Jacques Rousseau conserva un excelente cartel. Tal vez porque fue un pensador original, un prosista maravilloso y un propagandista incansable de sí mismo (con un ego más grande que las Torres Petronas y el Bernabéu juntos). Rousseau alimenta ese río caudaloso, largo y algo iluso que podemos llamar «buenismo». Es fácil y grato simpatizar con su visión de que «el hombre es bueno por naturaleza». Pero, curiosamente, el filósofo ginebrino era en realidad bastante cabroncete: retorcido, liante, quisquilloso hasta lo patológico e incluso despiadado (tuvo cinco hijos con su amante Thérèse y a todos ordenó entregarlos a la inclusa recién nacidos). Era también aficionado al cachete-sado, según detalló en sus memorias, y sentía más afecto por su perro Sultán que por las personas.
Tal vez el lance que mejor denota su mal tuétano es su gresca con David Hume, el pacífico ilustrado de Escocia, una suerte de buda norteño, que se definía a sí mismo como «hombre de gran moderación en todas mis pasiones». La tangana de sabios hizo las delicias de la Ilustración dieciochesca, que cotilleaba epistolarmente, con un primor en la prosa que el guasap ya no alienta. Cuando Rousseau se vio acorralado en el continente por la audacia de sus ideas, Hume le facilitó asilo en Gran Bretaña, con buen alojamiento y hasta una pensión del rey. Pero el suizo mordió la mano amiga. Con su clásica manía persecutoria acusó al escocés de urdir conjuras sin cuento para perjudicarlo. Al final Rousseau (y Sultán) tornaron airados a Francia profiriendo ladridos, para alivio de Hume, flipado ante «tan monstruosa ingratitud y locura».
Si Rousseau sostenía que el hombre es bueno por naturaleza, tal vez el taciturno Hobbes anduvo más atinado un siglo antes, cuando recuperó la cita de Plauto para recordarnos que «el hombre es un lobo para el hombre». Viviendo un poco y ser filósofo más que en el bar, llegas a la conclusión de que el punto de verdad, como siempre, habita en los grises: las personas podemos ser en una única vida buenas y malas. Un villano absoluto es capaz de arrancarse con un acto heroico admirable. Una bella persona puede cometer un pecado hórrido.
No, el hombre no es bueno. Como en una ducha gélida, espantos súbitos nos plantan con recurrencia frente a la espantosa condición humana. Las pompas de jabón del buenismo estallan. La mañana en que degolló con una sierra eléctrica a Candela y Amaia, sus hijas de 9 y 4 años, David Oubel todavía fue visto paseando «normalmente» con ellas por su aldea de Moraña, municipio pontevedrés de cuatro mil almas. Pero el mal radical ya se había enquistado en su mente. Maquinó una venganza apocalíptica e inaudita contra su exmujer, a la que había dejado tras quince años de matrimonio, al asumir que a él le gustaban los hombres. Un crimen inexplicable. Pero si no media una enfermedad mental, ¿cómo perdonar a Oubel? Hablemos claro: ¿cuántos españoles firmarían que el asesino de sus dos niñas pequeñas esté en la calle dentro de unos 18 años, disfrutando ya de permisos y con vistas a la condicional? Esa hipótesis repugna a cualquier conciencia sana. Pero no ocurrirá, porque Oubel será probablemente la primera persona a la que se le aplique la cadena perpetua revisable, incorporada por la reforma del Código Penal, que tanto ha soliviantado a nuestro buenismo militante. Si es declarado culpable, dentro de 25 o 30 años se estudiará si puede salir libre o no. Pero, de entrada, lo que viene a garantizar el ajuste legal es que cumplirá íntegramente su pena.
Hay lobos y por eso la sociedad tiene que levantar cercados.