LLUVIA ÁCIDA
Cafés
Los cafés me gustaron siempre, pero sólo de haber estado despojados de fetichismo literario
Los dos géneros útiles para ganar un premio a la literatura de periódico son el costumbrismo y la necrológica. Con la reestructuración de la deuda griega resulta más difícil. El cierre de un café tradicional, recipiente secular de tertulias y esgrimas intelectuales, concede la oportunidad de mezclar ambos géneros con una patente de corso expedida al estilo. De ahí que llevemos veinticuatro horas viendo fluir tantas lágrimas costumbristas por el Comercial que empiezo a temer que, por efecto de la anegación, termine por saltarle una chispa al iPad que me lo deje averiado para todo el verano.
Fui un habitual del Comercial, pero sobre todo por fuera, porque, al estar cercana la salida del Metro, su cristalera era el lugar de encuentro pactado con la pandilla postadolescente para salir de copas por Malasaña. En aquella época, no eran precisamente las supuestas lápidas invertidas de las mesas lo que las yemas de los dedos nos pedían tocar. Los cafés me gustaron siempre, pero sólo de haber estado despojados de fetichismo literario, vaciados de ese personaje coral que tanto fatigaron Cansinos Assens, Jesús Pardo, Umbral... Una vez, sentado en la Biela de Buenos Aires, vi en la mesa de al lado un Borges de cartón piedra colocado como atracción turística. No era posible percibir tanta diferencia con los modelos articulados del café Gijón que regresaban a casa a dormir. Esa revelación me hizo ver el café como una trampa de la pose en la que los humanos se quedaban atrapados para siempre, prendidos del afán de notoriedad y de un parecer más importante que el ser. Al café había que ir o a adular, o a ser adulado por chicos por ejemplo de Málaga. A consagrarse uno como cliché dentro de un sentido de continuidad dinástica. Un horror, en cualquier caso. De esto no tienen culpa los cafés, que podrían ser sitios agradables en los que sentarse un rato, pero su propia leyenda los hizo insufribles. Por eso empecé a ir a los Starbucks, por asépticos y emasculados, hasta que resultaron ser hipsters, otra adjudicación tribal de la que también hubo que huir para encontrar refugio en los bares de la esquina sin pretensiones.
A pesar de estas aversiones, el otro día, cuando cerró el Comercial, me puse a buscar en internet noticias de otros cafés perdidos por Madrid. Y encontré una joyita familiar que de inmediato envié a Ruiz Quintano, con quien comparto estas cosas porque hace ya más de veinte años que lo copio y lo admiro. Encontré un texto delicioso, publicado en «La Estafeta Literaria» en 1944, que narraba la búsqueda que un puñado de fundadores de tertulia hizo en varios locales de Madrid hasta encontrar un sótano de su gusto en el que cultivar la amistad y la conversación. El sótano, en las profundidades del Lion, tenía una «ballena alegre» dibujada en la pared y al final resultó que no aislaba de los odios puestos en circulación en aquella España. El autor del artículo era mi abuelo, a quien no me habría importado poder hacer unas cuantas preguntas.