LLUVIA ÁCIDA

Nazis en Balmoral

Antes de la guerra, Churchill hizo las profecías de Casandra en un ambiente que no veía en los nazis una amenaza, sino una promesa

David Gistau

La grabación en la que aparece la reina de Inglaterra, de niña, imitando el saludo nazi no tiene el menor valor reinterpretativo de la historia ni de su conducta personal durante la guerra. Carece de ello por su edad, por el año (1933), y por la compañía, probablemente en calidad de instigador de la broma, del entrañable y filonazi tío Eddie.

Sí sirve para inaugurar la sección de serpientes de verano con recomendaciones de lectura implícitas recordando que en aquellos años, primeros de los treinta, buena parte de la aristocracia británica profesaba una admiración por el movimiento nazi que desembocaría, casi diez años después, en el misterioso vuelo a la isla de Rudolf Hess. La historia oficial ocultó el coqueteo fabricando un loco traidor y un pusilánime (Hess y el duque de Windsor) que cargaran con la culpa, atribuible a sus repentismos. Pero los ensayos de John Lukacs, así como el más breve sobre los discursos de Churchill, resultan algo impertinentes porque recuerdan que la aristocracia británica, al menos una parte de ella, se sentía hermanada por los antiguos lazos tribales con los alemanes y su proyecto de consagrar la hegemonía de un hombre nuevo antagónico del eslavo (comunista). Y que, en los años treinta, con el propio ideal del Imperio victoriano tan fatigado y ruinoso como el resto del continente, consideraba que sólo el advenimiento nazi inyectaba a Europa audacia y dinamismo, así como una noción heroica contagiosa. Lukacs cree que esto agrega mérito a lo que hizo Churchill, quien, hasta por su modo algo anacrónico de expresarse, era percibido como una antigualla imperial incapaz de adaptarse a la nueva cadena alimenticia. Antes del estallido de la guerra, Churchill hizo las profecías de Casandra en un ambiente que, como mínimo, no veía en los nazis una amenaza, sino una promesa. Al repasarlos ahora, aparte de la convocatoria a luchar en las playas cuando Francia ha caído y los ingleses han tenido que fletar hasta las embarcaciones de recreo para salvar su ejército de la aniquilación en Dunquerque, se aprecia esa urgencia admonitoria, de alguien que no sabe cómo lograr que su sociedad vea como enemigos a los que traen una «era oscura», una «ciencia pervertida». (Y esto lo decía Churchill antes de Auschwitz)

Con la guerra empezada, la predisposición filonazi de esa aristocracia no cesó. No, al menos, si se aceptan las conjeturas acerca del vuelo a Escocia de Hess, que pretendía obtener complicidad inglesa para derribar a Churchill, colocar a Windsor y cerrar el frente occidental antes de abrir el oriental en vísperas de la operación Barbarroja. En la mansión del duque de Hamilton, una pista iluminada esperaba a Hess, así como bidones de combustible para repostar. El íntimo colaborador de Hitler estrelló su BF110 y, después de ser capturado, dijo que el duque de Hamilton lo avalaría. Pero este renegó de él, viendo el fracaso. Las versiones más disparatadas dicen que en Spandau permaneció cautivo un doble de Hess chiflado.

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