UNA RAYA EN EL AGUA

Celebrity

Aquel joven letraherido que leía «Madame Bovary» en un andén era consciente de que estaba esperando el tren de la fama

Ignacio Camacho

Unas portadas de «Hola» han disparado en España las búsquedas sobre Mario Vargas Llosa en Google. En este país de más compradores de libros que lectores, unos minutos de Wikipedia proporcionan suficiente know how para brillar en las conversaciones de peluquería. El más conocido escritor vivo en español se ha convertido en ese señor que sale con «la» Preysler y sus abundantes y envidiosos enemigos pueden hacerle vudú clavándole agujas de banalidad en sus fotos de papel couché. Ya se veía de lejos, vienen a decir, que Marito apuntaba vocación de celebrity. En realidad es cierto; en contraste con su admirado Flaubert, novelista de despacho, Vargas siempre tuvo intensa vocación de vivir. Aquel joven letraherido que leía «Madame Bovary» en un andén era consciente de que estaba esperando el tren de la fama.

Pero no ha sido nunca un diletante ni ha jugado de boquilla. Se metió en política para ser presidente del Perú –aunque, pez fuera del agua, acabase derrotado por el chino Fujimori– y se hizo escritor para ganar el Nobel de Literatura. Habituado a los salones y a las tertulias sociales, cómodo en el smoking y en la guayabera, se ha subido a las tablas del teatro y ha quemado sus pestañas en archivos y bibliotecas para que en sus páginas no hubiese una línea de prestado ni de oídas. Detesta el castrismo después de haberlo mamado en las calles de La Habana y ha pisado a fondo el ardiente Irak sobre el que muchos escriben desde el confort de un estudio con aire acondicionado. Y sí, le gustan las mujeres como a cualquiera, y le gustan las guapas distinguidas más que las vulgares y feas; la diferencia sobre la mayoría consiste en que además él les suele gustar a ellas.

Este amorío crepuscular con la reina del periodismo rosa lo proyecta en una esfera frívola que probablemente le divierta más que le fastidie. Vargas Llosa es un personaje mundano, hedonista, seductor, con un perfil de sociabilidad cosmopolita bien lejano del literato hosco y retraído a lo Grass o a lo Kundera; no se hace el enojado con su propia fama y cuando se alicata en un frac no parece asomado a una tapia. Pero esa familiaridad con las élites jamás le ha mermado su compromiso civil ni su independencia crítica; cuando agarra el lápiz –aún escribe a mano y en cuadernos, y hasta poco se le veía trabajar en cafés de Madrid– es como si sujetase un bisturí de la conciencia; no conoce a nadie o no se acuerda. Figuras como la de Preysler, esfinges de la socialité , mitos abstractos y aspiracionales de una popularidad de masas, podrían haber poblado algunas de sus novelas. Oriana Fallaci llamó a esta fauna del papel satinado «los antipáticos»; odiosos a fuerza de omnipresencia, gente que tiene que hacerse perdonar el éxito. Después de tanta vida bien vivida, tal vez Vargas prefiera la persecución de los sudorosos papparazzi a la de los quisquillosos críticos literarios.

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