VIDAS EJEMPLARES
Confesión alienígena
Escuchando ayer a Rajoy me sorprendí pensando lo prohibido: es un buen presidente
Escuchando la entrevista de Ángel Expósito a Rajoy en la Cope me sorprendí pensando algo prohibido para quedar bien en la tremendista España de hoy. Pero como creo que entre el botafumeiro maruendista y la lapidación dogmática de Rajoy cabe un término medio, me atrevo a hacer una confesión que enterrará definitivamente mi nulo prestigio: me parece que ese señor sesentón, de barba blanca que no combina con un pelo con reflejos caobas, de porte antiguo y verbo más bien aburrido, es un centrista moderado, que respeta nuestro andamiaje institucional, mantiene siempre la buena educación, incluso ante las puyas más desleales de sus próximos, y a pesar de sus humanos defectos ha resultado en general un buen presidente.
Sí, ya sé que Mariano es más feo y más carca que el apolíneo profesor Sánchez, y que la naturaleza no lo ha dotado del gracejo chisposo de Espe Aguirre, ni de las reciedumbres ideológicas casi mosaicas de un Aznar. También sé que ha reaccionado tarde y mal contra la corrupción y no ha hecho la limpia que debía, que le falta vuelo intelectual y más calidad y ambición en su discurso. Por último, soy consciente de que no llega al corazón de la gente. Pero –y sigo enterrando mi nulo prestigio– en un tiempo de enormes tribulaciones, con el país al borde de la quiebra y la calle ardiendo, me parece que fue una suerte tener en La Moncloa al señor gris de Pontevedra y no al voluble Sánchez, o a líderes como Aguirre o Aznar, de gafas más maniqueas, que tampoco podaron la obscena corrupción que florecía bajo sus pies y que tienden a una arrogancia que habría añadido acritud a unos recortes inevitables tras la bancarrota de Zapatero.
Si en contra de la ola –que al final no será tanta– me atrevo a decir lo que digo es porque creo que el Estado no está para reglar hasta de qué color son mis calzoncillos, ni los presidentes para vivir en un plató a lo Maduro. Lo que le pido a mi Gobierno es mucho más pedestre: que garantice la estabilidad del país, es decir, la seguridad jurídica y el imperio de la ley, que trate de cuadrar las cuentas y sostener el Estado del bienestar básico y que no haga demasiado el indio. Nada más. Porque a diferencia de la deificación del Estado que propugna el comunismo milagrero de Tsipras y Podemos (el socio preferente de Sánchez), no creo que existan gobiernos taumatúrgicos, capaces de solucionarlo todo, ni que puedan o deban suplir a la iniciativa y responsabilidad personal. Las soluciones dogmáticas integrales acaban como el rosario de la aurora (y ahí está el reguero letal de los fascismos y comunismos del siglo XX, epítome sangriento de credos mágicos, que prometían fabricar sociedades nuevas y felices). Prefiero un gestor soseras, conocedor de la administración, que no hace experimentos frikis y respeta el orden constitucional que nos ha permitido prosperar, a profetas adanistas cuyo proyecto cabe en un cliché huero («abrir un tiempo nuevo») y que abogan por derribarlo todo sin aclarar antes qué vamos a construir a cambio.
Porque las alternativas al marianismo dontancredista no son para echar cohetes. Y ahí está la espantosa resaca del «Cóctel Varufakis», que lleva tres cucharadas de populismo comunista, dos de nacionalismo victimista mendaz y cuatro dedos de inseguridad jurídica galopante (ni siquiera recaudan sus impuestos). Me gustaría, en fin, menos pensamiento mágico, menos políticos druidas, y que mi país dejase de flagelarse cada mañana cuando este año puede crecer un 4%. ¿Pasándolas canutas? Pues sí, con un gran sacrificio de todos. Pero aquí estamos, doblando en crecimiento al Reino Unido… y pensando, ay, en hacernos un Varufakis.