CAMBIO DE GUARDIA
Grexit
Vivir de la caridad ajena es humillante. Y confortable
«¿Hay un adulto en la sala?», interpela la directora del FMI. Silencio. Y alaridos de dignidad nacional ofendida, en las calles de Atenas. «Somos un pueblo orgulloso», dicen las pancartas. Que, en la fría lengua de los datos, significa: «Un pueblo que no paga». Porque la apelación de Lagarde a la austera edad adulta es sólo constancia contable: quien no devuelve lo prestado no recibe un céntimo nuevo.
A Grecia, los contribuyentes europeos le han perdonado ya, a estas alturas, 150.000 millones de euros. Los bancos, otros 60.000 millones. Pese al suntuoso regalo, Grecia sigue debiendo 240.000 millones más. Que ha decidido no pagar. El dinero no se crea ni se destruye. Esas cifras vertiginosas de lo que los griegos pidieron –pidieron– prestado alguien habrá de asumirlas. El Gobierno griego halla normal que las paguen todos y cada uno de los ciudadanos europeos de cuyos bolsillos salió el préstamo. También de los españoles: 26.000 millones de euros.
¿Es Grecia un país europeo?
—Sólo en cierto modo. Lo es como depósito precioso de la lengua en la cual inventó Europa eso a lo cual llamamos pensar. Y también, junto con la lengua, el almacén de restos monumentales que fijaron la visión europea. ¿Preservar eso merece la máxima inversión de recursos? Sí. Es nuestro patrimonio cultural. Sobre él y sobre el de la Roma papal se asienta lo europeo.
—Sólo en cierto modo. En lo político, en lo económico, el país al cual llamamos Grecia es una provincia, recientemente escindida, del imperio turco. Una provincia que no logró trabar nada que se asemeje a un Estado. Y que vivió, parasitaria, de alquilar su privilegiada posición militar a los EE.UU. durante el medio siglo de Guerra Fría. Y que, acabada esta, no tuvo ya más vía de supervivencia que parasitar a la UE.
Vivir de la caridad ajena es humillante. Y confortable. Grecia no tuvo jamás que dotarse de una Hacienda Pública moderna: el dinero lo ponían los huéspedes bélicos. Y después, el BCE, el FMI y, al cabo, los ciudadanos europeos, a los cuales todos cuantos gobernaron en Atenas consideran por igual moralmente obligados a pagar sus gastos. «Moralmente», ¿por qué? Es un enigma. Asentado sobre dos claves: a) la inercia de un país que siempre vivió a costa de otros; b) la certeza de que pagar impuestos resta votos. Tenemos legitimidad para exigir que paguen los europeos: a eso ese reduce el hallazgo genial de Tsiritza.
Pero ¿quién paga las jubilaciones griegas a los 52 años? ¿Quién, las universidades gratuitas? ¿De dónde sale el dinero público en un país sin impuestos? Del impuesto del vecino, naturalmente. También del de los españoles.
¿Por qué se llegó a este disparate? Por admitir en la UE a un país que no cumplía ninguna condición de entrada. Y por un miedo a rescindir el contrato que cada vez amenaza más de ruina al continente. ¿Hay un adulto en la sala? No. Desde luego. En la sala hay Rinconete y Cortadillo: populistas. Es hora de ir cerrando la partida. El dinero está perdido. Ni un céntimo más. Grexit.