VIDAS EJEMPLARES
Periódicos
Es muy difícil explicar la química de una buena redacción
Lo que diferencia a un periódico de una fábrica de yogures es la implicación emocional con una idea, una forma de ver el mundo, que define un editor, ejecuta un director y comparten los periodistas. Cuando esa fórmula tan sencilla funciona, no hay hábitat mejor ni más interesante que la Redacción de un diario, ni tampoco máquina de pensar más eficaz. Tal vez por eso, muchas noches, los periodistas –en los que incluyo a fotógrafos, infografistas, diseñadores– nunca acaban de marcharse a casa. Con la tarea ya hecha, remolonean: un poco de plática, una corrección o un cotilleo, una broma o un galanteo, un reproche o una esperanza. Atrapados por una magia inasible, deambulan como si fuesen los personajes de «El ángel exterminador» de Buñuel, que no podían salir de su habitación, cuando aparentemente nada lo impedía. A veces he pensado que los periodistas no quieren irse a casa porque acaban considerando la redacción su hogar real. Un microcosmos donde hay más vida que en la vida. Igual aciertan.
Hoy las demandas del periodismo instantáneo de internet han atornillado a los periodistas a sus pantallas, un esfuerzo necesario, que ha logrado que los periódicos sigan vigentes en los soportes del siglo XXI. Los tiempos de ocio y bohemia han menguado. Recuerdo cuando llegué a mi primer periódico (un diario compostelano decimonónico, del que me despidieron en prácticas por tener la mala –o buena– idea de hacer un dibujillo del director con cuerpo de tigre, o más bien tigretón). Una capota de humo cubría la sala. Los gin-tonic aparecían por ensalmo al caer la tarde. Alguno tecleaba en pantuflas de paño. Los periódicos del siglo XX eran cantera de extravagantes. También de sabios pobres, cerebros brillantes, de un enciclopedismo a lo Borges, pero aparcados en los andenes del tren del éxito, resignados a desasnar a los principiantes y aportar memoria y buen juicio al enésimo nuevo jefe, que bullía eléctrico e inseguro. También había poetas, gente de un lustre raro y esquinado, capaces de convertir un pie de foto en un acontecimiento.
En una de sus canciones, Neil Young deja caer esta frase: «Hay un montón de cosas que aprender del tiempo malgastado». Eso es. Una perfecta fábrica de tornillos nunca será un buen periódico. En las redacciones no existe el tiempo malgastado, porque al final son un estado de ánimo, que necesita extravagantes, sabios aparcados en su pequeño fracaso, poetas.
Me gustaba José Miguel Santiago Castelo, que se murió el viernes demasiado pronto, porque creo que entendía todo eso y hasta lo hizo vida y arte. Sabía que trabajar en un periódico como ABC no es un trabajo, sino más bien un disfrutable privilegio, guardaba lealtad a su familia editora, mantenía el culto a una frase bien escrita y conocía el valor relativo de lo inmediato. Sabía reírse demasiado alto y dar abrazos tipo apisonadora. Entendía que –tal vez– los periodistas de los viejos periódicos somos actores del cine mudo viviendo con dignidad crepuscular la llegada del sonoro. Unos aprenderán a hablar. Otros no, pero siempre podrán rebobinar su vieja película, aquella en la que el periodismo era simple y llanamente el oficio más bonito del mundo.