LLUVIA ÁCIDA

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Vamos a aclararlo ya, que andamos liados con las adjudicaciones de etiquetas: en España, socialdemocracia es todo

David Gistau

En general, espero poco de la gente considerada colectivamente. Como las élites están liquidadas, el miedo a la gente y a su capacidad de escarmiento ha impuesto un discurso que pasa por atribuir al «pueblo» superioridades e infalibilidades que en realidad no existen. Esto no sólo le ocurre a la política, también al periodismo, que tampoco está fuerte como para andar ofendiendo a la clientela con ideas que no sean complacientes. Por debajo de sus vapuleados dirigentes, la sociedad española está sobrevalorada. Tanto, que ha podido esquivar el examen introspectivo de su propia responsabilidad en la Decadencia desviando toda la culpa a unas élites cleptocráticas compuestas por seres de otra naturaleza, cuando no de otro planeta, que no podían emanar de la misma sociedad, sino que, como explicó el populismo, mantenían cautivos a «los de abajo», inocentes todos ellos. Alfas y Epsilons como en la distopía de Huxley.

Interlocutores de mis conversaciones habituales que esperan más de la gente entendida colectivamente dicen que la sociedad española se levantó por razones morales y decidió luchar contra el Leviatán partitocrático en una admirable epifanía transversal. Yo, como soy borde y padezco una misantropía devastada como la de las cenas en la terraza de Gambardella, creo que el motivo fue otro: la sociedad española se enojó cuando el Estado incumplió el contrato de provisión, cuando falló esa urdimbre de pequeños sobornos asistenciales que se dio en llamar Bienestar y que alcanza el paroxismo en regímenes como el peronista. Una prueba a favor de lo que digo es que España no se volvió corrupta en los últimos años. Lo fue siempre. Lo fue durante todo el ciclo democrático. Pero a nadie le importó que se perdiera en la cleptocracia una porción del dinero –de ese dinero público que «no es de nadie», dijo la ministra de Cultura zapaterista– mientras hubiera suficiente para cumplir con los compromisos del Bienestar. A la sociedad española empezó a escandalizarla la corrupción sólo cuando se consideró que ésta desviaba recursos necesarios para satisfacer el concepto de «pueblo» subvencionado. Búsquenme iras populares en los noventa, los de mayor actividad de Bárcenas y los Pujol.

Esta mentalidad explica que, en España, la única forma exitosa de gobernar sea siempre estatalista. Lo único que debe hacer el Estado es cumplir con sus obligaciones proveedoras: se le aceptarán todas las alienaciones individuales mientras lo haga. La izquierda, sobre todo la izquierda redentora de Iglesias, propone este contrato que hace de la sociedad un inmenso cliente del Estado sin ningún disimulo, e incluso inventa coartadas morales para obtener mediante la incautación el dinero que necesita. Pero la derecha no es muy distinta: obsérvese el maná peronista que, en vísperas electorales, anunció la vicepresidenta después del último consejo. Vamos a aclararlo ya, que andamos liados con las adjudicaciones de etiquetas: en España, socialdemocracia es todo.

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