VIDAS EJEMPLARES
Algodón
«Mientras haya problemas habrá blues», resumía B.B. King
En los años cincuenta, B. B. King llegó a tocar 346 conciertos al año. En uno de ellos cayó en un club de un villorrio ignoto llamado Twist, en esos espacios abiertos de Arkansas que no se acaban de abarcar con la mirada. Dos gañanes empezaron a pelearse junto a un calefactor de queroseno y el garito ardió como una falla. B. B. King se adentró en el fuego para rescatar su guitarra Gibson de las llamas y salió vivo de chiripa. Los dos tipos se habían enzarzado por una muchacha llamada Lucille. En recuerdo de aquello, el bluesman llamó Lucille a las sucesivas Gibson que acarició en 65 años de carrera.
Entre 1910 y 1925 los campos de algodón del Delta del Misisipi dieron una pasmosa cosecha de músicos: Sonny Boy, Robert Johnson, Muddy Waters, John Lee Hooker… El último de esa saga de portentos fue Riley Ben King. Sus padres se divorciaron cuando tenía 4 años y conoció el trabajo extenuante de los braceros, que ejerció siete años. «El algodón rodea mi vida e invade mis sueños», solía decir, con ese tono algo bíblico que gastaba.
A los 20 años escapó a Memphis. Primero se enroló en un coro de góspel, luego un primo bluesman lo subió a las tablas. Además estudiaba. Se empolló al gitano francés Django Reinhardt y, sobre todo, a su gran maestro, T-Bone Walker, el guitarrista de sangre cherokee que sentó las bases del blues eléctrico. Tras patearse el circuito negro en los cincuenta, en los sesenta lo descubren jóvenes bluseros blancos, Clapton, Jimmy Page... El tiempo lo convierte en «El Rey del Blues». Su guitarra conversa con él. Su presencia escénica es la del soberano de un culto ancestral: impecable siempre –qué grandes esos esmóquines estampados–, muecas orgásmicas mientras pellizca a Lucille y una voz que sale de las tripas, aunque algún cenizo lo encuentre «comercial». En 1988, los irlandeses U2, de viaje iniciático por los afluentes musicales del Misisipi, graban una canción con él. Dos aullidos del viejo rezuman más verdad que toda la pirotecnia de Bono.
B. B. King sostenía que «todas las mujeres son ángeles». Lo cual, a ratos, es una gran verdad. Él saltaba de ángel en ángel: se casó y divorció dos veces y tuvo 14 hijos aquí y allá. «El Rey» vivía en Las Vegas. Dudosa elección para un ludópata. Sus deudas del juego las iba pagando con una media de 200 conciertos al año y con anuncios de todo tipo, de Pepsi a Gibson pasando por la AT&T. Ya mayor, la diabetes le exigía parar. Nunca lo hizo: «Le pregunté al médico si podía seguir, me dijo que no, y aquí estoy», se reía. En octubre se desplomó en un concierto en Chicago y ahora se ha muerto como el ángel que era: durmiendo. Se recuerda el afecto de sus músicos –a los que no dejaba beber ni fumar– y sus raptos alocados de generosidad con familiares y amigos.
Eric Clapton se encierra estos días cinco noches en el Royal Albert Hall de Londres. Clapton es más rápido que King y más perfecto. Pero se aproxima al blues sin embadurnarse, con la precisión de un catedrático con gafas. «Mientras la gente tenga problemas, el blues nunca morirá», salmodiaba B. B. King. Clapton ya no tiene problemas. Pero «el Rey» seguía oliendo en sueños el sopor de los campos de algodón.