CAMBIO DE GUARDIA

Fin de fiesta

El Estado: una máquina cuyo vértice copan gentes que delinquieron como la cosa más natural del mundo

Gabriel Albiac

Todo se pudre. Inmóvil. Sin que nadie mueva un dedo. No es el PP lo que se está desmoronando: lo de Rato es síntoma de un colapso general del Estado. De este Estado que configuró una Constitución, la del 78, tejida con los hilos de la larga dictadura que se extinguió poco antes.

El tránsito «de la ley a la ley», planificado entonces, funcionó. Tal como había sido concebido: como un gozne. Se trataba de abrir la puerta hacia una Europa sin la cual era ya entonces evidente que ningún horizonte económico sería verosímil. Y, en muy pocos años, la operación quedó sellada. Los oscuros estrategas de la Guerra Fría estaban moviendo sus peones en un tiempo crítico. Aunque eso entonces muy pocos lo sabían, lo que sucedía en España iba a preceder de muy de cerca a un derrumbe del imperio soviético que los comunes mortales ni sospechábamos. Para afrontar ese chasquido, se requería un control total sobre los nuevos gestores de la política en España. Los de Suárez no generaban demasiada confianza en Washington y fueron liquidados en la gran polvareda del confuso golpe de Estado de febrero de 1981. La apuesta sobre los de González fue hecha en firme. Eran los de verdadera confianza para la administración estadounidense. Ella los había fabricado.

No se articula una operación así sin prever el súbito enriquecimiento de los recién ascendidos agentes. De la nada a la opulencia, no se transita jamás por vías de las que uno pueda exhibirse orgulloso. La máquina de corrupción universal que fue el Estado, a partir sobre todo de la llegada del PSOE de González al poder en 1982, era inevitable. Los recién llegados debían ser integrados a toda velocidad en el club de los omnipotentes. Lo formuló Solchaga sin ambages: «España es el país en el que uno puede hacerse más rico y más deprisa». Sobre todo, si gobierna.

Pero ese gran reparto del dinero público sólo funciona, en política, cuando es compartido equitativamente con todos. También con los adversarios. Todos. Al cabo de casi ya cuarenta años, ese robo sistemático no hubiera podido acumularse sin que mediasen las grandes lavadoras de dinero de injustificable origen que son las cuentas en estratégicos paraísos. Está aún por determinar qué cifra del dinero español ha huido a cuentas negras en bancos inaccesibles. La «repera patatera», de la cual tan elegantemente hablaba el director de la Agencia Tributaria, es, no nos engañemos, la calderilla: lo que los intocables quisieron tener a mano en España para gastos de bolsillo. Y el desasosegante énfasis del alto funcionario en su reiterar los «todos», cuya lista él tiene, no exige grandes sutilezas hermenéuticas: ni un solo partido –ni un solo dirigente de un solo partido– queda fuera de esta lista. Dice. Como se dicen esas cosas: sin decirlo. Lista de los 715 delictivos, desde luego. Y lista de los otros: esos a quienes el cumplimiento de la amnistía fiscal pone a salvo de culpa. No es, desde luego, el único motivo de la ruina nacional. Pero cuenta.

Detrás de Rato vendrán otros. Según interese a quien interese; que es, hoy por hoy, enigmático. Nadie que haya jugado en la alta política española se sabe a salvo. Y eso suelda fidelidades de acero. No son los individuales sinvergüenzas, con nombre y apellido ilustre, los que hoy están en riesgo. Es el Estado: una máquina cuyo vértice copan gentes que delinquieron como la cosa más natural del mundo. Es el fin de una época. Sin que nada de un tiempo nuevo pueda ser atisbado. Todo se pudre. Inmóvil. Fin de fiesta.

Fin de fiesta

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