VIDAS EJEMPLARES
Clint
Quién lo iba a decir: aquel pistolero de dos muescas es el gran cronista de América
Si está leyendo este periódico y no ha comprado la película que hoy ofrece, vuelva al quiosco y arréglelo. «Gran Torino» es la parábola moral de un veterano de guerra jubilado y viudo, gruñón y algo xenófobo, que se dignifica en un gesto final conmovedor. Supone el maravilloso testamento sentimental de Clint Eastwood, que la rodó con 78 años.
Clint, con unos imponentes 193 centímetros de talla y que asombró pesando cinco kilos al nacer, fue un actor limitado, un californiano que encarnó una virilidad cruda, un volcán de testosterona apretado y sin matices. Su maestro Sergio Leone, el genio del espagueti western que se lo llevó a Almería por un puñado de dólares, glosaba sus dotes interpretativas con una mofa certera: «Es un actor que tiene dos expresiones: con sombrero y sin él». Pero aquel pistolero hierático, que se buscaba la vida en la serie B del desierto español, se ha convertido en su ancianidad en el gran cronista de América (con permiso del novelista Richard Ford).
Clint observaba. Entre plano y plano estudiaba el trabajo de los formidables artesanos que lo dirigían. Primero, Leone; luego el resolutivo Don Siegel, con quien en 1971 inició la saga del policía Harry Callahan. Pura incorrección política: la ley debe imponerse y para eso están Harry el Sucio y su Magnum 44. Violento y honesto, Harry era sobre todo un realista lacónico, tocado con un deje de ironía, como el propio Clint: «Cuando un hombre desnudo va persiguiendo a una mujer indefensa con un cuchillo, imagino que no está recaudando fondos para la Cruz Roja», razonaba el inspector Callahan. Huelga decir que los intelectuales comprometidos no entendieron nada y tildaron la serie de «fascista».
Eastwood, a lo suyo. Asimilaba y esperaba su hora. Llegó cuando con 62 años dirigió «Sin Perdón», un retorno al western de unas honduras shakesperianas al lado de lo de Leone. Para muchos, su obra maestra. Desde entonces rueda a un ritmo inexplicable, a película por año. A veces falla, otras asombra, pero cada vez acumula más saber. Lee la vida y la cuenta rápido, sin artificios. Está mirando a los ojos a John Ford. El mes que viene le caen los 85, pero no se le ve intención de parar: «Continúo trabajando porque siempre hay nuevas historias. Mientras la gente quiera que se las cuente, yo seguiré haciéndolo».
¿Es Clint Eastwood un artista comprometido? Es un conservador de alma libertaria. Está muy comprometido, sí, pero no con las orejeras de un catecismo ideológico cerrado, sino con la verdad. Nacido en 1930, pasó su infancia dando tumbos por la Costa Oeste, con sus padres saltando de un oficio a otro en la larguísima resaca de la Gran Depresión, que en realidad no se finiquitó hasta la Segunda Guerra Mundial. Ha visto las dos caras de América, la de «Las uvas de la ira» y de la del relumbrón de Hollywood y los campos de golf de lujo de Carmel, donde se solaza. Luego ha buscado buenas historias y las ha relatado. Para todos. Sin prejuicios.
La mueca seca de Harry Callahan ocultaba a un humanista sutil, un lector atento y un melómano del jazz. Pero sobre todo, a un hombre con lo que hay que tener. Que no se jubile nunca.