UNA RAYA EN EL AGUA

Colodrillo

Ignacio Camacho

LO organizaron según el estricto manual de procedimiento que relató Tom Wolfe –¡¡en 1987!!– en «La hoguera de las vanidades». El mismo que le aplicó Felipe González a Mariano Rubio. El protocolo de la detención mediática: la prensa avisada, el tráfico cortado, las lecheras en la calle, el alboroto policial en pleno barrio de Salamanca. Pena sumarísima de telediario y tertulias, escarnio preventivo, demostración de músculo de Estado. Sólo faltaba, nimio detalle, una orden de conducirlo al juzgado, requisito indispensable para ponerle las esposas de reglamento. Pero había que registrar un despacho dos manzanas más abajo. Coartada para el paseíllo, el desfile ominoso ante el pelotón de fusilamiento de las cámaras. Y entonces sí, entonces la mano en la cabeza, el suave empujoncito ante la portezuela del vehículo: el marchamo afrentoso, el beso de Judas, el estigma del reo.

Esa mano del agente de Aduanas en el colodrillo de Rodrigo Rato simboliza la abolición de la presunción de inocencia en España. No estaba esposado, era dueño absoluto de su movilidad para entrar en el coche sin golpearse la azotea. Pudo tratarse de un tic rutinario del policía pero en realidad constituyó la escenificación palmaria de un veredicto fulminante de culpabilidad social. Nadie sale indemne de ese gesto, y menos si se produce delante de decenas de cámaras, el Gran Hermano planetario que es el nuevo cadalso de la reputación civil. Justicia de tricoteuses, expeditiva guillotina moral callejera. El Rato que esa noche volvió a dormir en su casa sin que ningún magistrado considerase necesario enviarlo al calabozo no era un ciudadano protegido por las garantías jurídicas y constitucionales sino un sospechoso marcado en la nuca con el paradigma del repudio. Un presunto chorizo.

Ha escrito Javier de Mendizábal una pedagógica sentencia comparativa: la diferencia entre el paseo policial de Rato y la comparecencia en el Supremo de Chaves y Griñán explica como Barrio Sésamo la importancia de estar o no estar aforado. Si te ampara el fuero parlamentario te toman declaración con mucho respeto los ropones más conspicuos e ilustrados; acudes por tu pie y al salir das una rueda de prensa para protestar tu inocencia henchido de dignidad defensiva. Si eres un ciudadano común te ponen tu casa patas arriba, te sacan rodeado de maderos, te insultan los justos de la plebe y te meten en un coche empujándote con la manita en la corteza del cerebelo. Los códigos de la posmodernidad no son jurídicos sino escénicos, visuales, icónicos. Ante las leyes pragmáticas, vertiginosas, demagógicas y crueles de la política, basadas en el principio implacable de la razón de Estado, la justicia es un proceso demasiado lento para dejarla en manos de los jueces. Y cuando el poder dicta sentencia urgente no te envía ante las togas de los tribunales sino que te echa a los leones de los telediarios.

Colodrillo

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