VIDAS EJEMPLARES

El mal

¿Cómo hablar de Dios después de Lubitz?

Luis Ventoso

Al escritor católico Gilbert K. Chesterton le gustaba lanzar cuchillos a los árboles para probar su puntería, escribir en los bares, zampar mucho más de lo debido y trasegar cerveza como si acabase de cruzar el Gobi al trote. También lo entretenía polemizar, poner a parir la adulación a los plutócratas, dibujar, componer paradojas pasmosas y escribir novelas policíacas, con un curilla que desborda las prestaciones de Sherlock Holmes. Nadie describió mejor a Chesterton que el camarero que solía atenderlo en su taberna favorita de Fleet Street, la calle de los periódicos londinenses, donde hoy solo quedan las cicatrices de sus rótulos desteñidos: «Es un hombre muy inteligente. Se sienta y se ríe. Luego escribe alguna cosa, la lee y se ríe de lo que ha escrito».

Decía Borges, cuyo criterio es tan lúcido como implacable, que «ningún escritor me ha deparado más horas felices que Chesterton». Y es que como sucede con tantos gigantes orondos (medía 1,93), lo adornaba el don de la alegría, que incorporó también a su visión del catolicismo, a su juicio una liberación luminosa, y no la losa coercitiva que vitupera el laicismo intransigente. Un día a Chesterton, en el fondo un inteligentísimo niño grande, le preguntaron si era un demonio. Respondió así: «Soy un hombre y por tanto tengo en mí todos los demonios».

Cuando entras a un avión, con frecuencia el piloto o el copiloto aparecen asomados a la portezuela de su cabina. Van viendo pasar al pasaje y a veces dedican alguna leve sonrisa de todo va bien, o un fugaz asentimiento de cabeza. Marina Bandrés, de 38 años, que viajaba con su bebé para enlazar de Dusseldorf a Manchester y reunirse cuanto antes con su marido, un cineasta polaco, era la prima hermana de una de mis cuñadas. Los Bandrés son una larga y querida familia de Jaca, gente sólida y buena, con la que da gusto estar. Tal vez Andreas Lubitz vio entrar a Marina y a su bebé de siete meses. Quizás hasta sonrió al paso del niño... ¿Qué ocurrió en la cabeza de Lubitz? ¿Cómo pudo pasar de ser el tipo de 28 años que describen, «agradable, divertido y educado», a ejercer el mal absoluto?

Tras Auschwitz y el Gulag hubo dos reacciones. Unos abominaron de Dios, pues no podía haber permitido tal espanto. Otros buscaron en él su consuelo, el único atisbo de reparación posible. «¿Cómo se puede hablar de Dios después de Auschwitz?», se han preguntado durante décadas muchas de las mejores mentes del reflexivo pueblo judío. ¿Qué pensar cuando una acción como la de Lubitz convierte los telediarios en un viaje al corazón de las tinieblas?

En su garito de Fleet Street, Chesterton escribió lo siguiente: «El suicida es lo contrario al mártir. El mártir se preocupa hasta tal punto por lo ajeno que olvida su propia existencia. El suicida se preocupa tan poco de todo lo que no sea él mismo que desea el aniquilamiento general». Chesterton, que era bueno, sabía que el mal camina siempre con nosotros: todos lo llevamos dentro. ¿Cómo hablar de Dios después de Lubitz? Tal vez el gigante jovial dejó una pista. No alivia el dolor, pero abre una rendija a la esperanza: «El infierno es el gran cumplido de Dios a la realidad de la libertad y la elección humana».

El mal

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