CAMBIO DE GUARDIA

Solo silencio

Las palabras con las que un demente reprocha al capitalismo haber matado a 150 personas deben quedar entre él y su psiquiatra

Gabriel Albiac

Lo trágico no sabe de consuelos. Cuando es, de verdad, trágico: desgarro para el cual no hay cura y en el que no habita ningún sentido. Ninguno. Por eso, un primordial respeto humano requiere callar ante lo más enorme: eso que nos destruye al destruir lo que amamos. Porque trocarlo en calderilla de palabras comunes, es algo mucho peor que trivializar su austera grandeza. Es envilecerla: hacer de ella comedia bárbara. La cifra del dolor, sobrepasado un cierto límite, sólo la da el silencio. Aquí sí, más que en ningún otro avatar de la vida, la retórica miente siempre. De un modo obsceno. Y ofende.

Blindarse en el silencio ante lo trágico, exige el fuste estoico en cuyo ejercicio se juega la entidad moral de un hombre. La sobriedad es el lugar único en el cual la tragedia habita. Para dar fe de esa majestuosa desolación de quienes perdieron todo, no hay palabras. No debiera haberlas. Pero el político que persigue, a grandes voces, trocar dolor ajeno en beneficio propio, eso no lo sabe. Está demasiado moralmente amputado para saberlo.

Sucedió ya en 2003, cuando un accidente aéreo sobre Turquía acabó con 62 militares españoles que retornaban de cumplir su honorable deber en las duras tierras afganas. No demasiadas veces he sentido tanta vergüenza como en aquellos días, cuando un partido político agredía a otro a golpe de cadáveres ajenos. Si aquella humillación nacional nos ha servido para algo, debiéramos ahora saber guardar silencio. Y hacérselo guardar a aquellos insensatos –dejémoslo en eso, insensatos– que, inmediatamente, comenzaron anteayer a buscar en estos muertos de ahora capital para su beneficio propio. Las palabras con las que un demente reprocha al malvado capitalismo haber asesinado a 150 personas para aumentar beneficios, deben quedar como eso: palabras de un demente; materia sólo entre él y su psiquiatra.

Las grandes catástrofes inexorables nos enmudecen. O bien, y en eso anidan todos los peligros, nos mueven a delirar. No es la primera vez. El gran Lucrecio cierra su supremo De rerum natura con una lúcida meditación en torno al enloquecimiento que la peste provocara en la Atenas de Pericles. Porque la realidad es que esas fatales catástrofes nos ponen ante la insignificancia de la potestad humana para oponerse al infinito campo de fuerzas que es el universo. Y nos exigen aceptar que somos lo que somos: esa insignificante partícula, ese menos que nada que aterraba a Pascal. No tenemos, en tanto que hombres, privilegio alguno frente a la aleatoria desmesura de la naturaleza. Leopardi da espejo a la desolada consciencia de nulidad que es la humana, en uno de sus más bellos Cantos: «En nada la naturaleza tiene más aprecio o cuidado / de la semilla del hombre / que de la de la hormiga». Y, si nos vemos y decimos grandiosos o imprescindibles, es porque ni siquiera sabemos lo ínfimos que somos: motas de polvo en el huracán del tiempo. Nuestra única grandeza está en saberlo. Y en sabernos sin palabras.

Ni una sola retórica ante la muerte. Es lo que la integridad moral del ciudadano exige. Ni una sola exhibición de teatrales lamentos de Estado o de Partido debe estar permitida. Sería un escupitajo charlatán en el rostro de aquellos que de verdad sufren. Los únicos. Los de verdad. Los que no tienen cura. Los que habrán de vivir, ya sin remedio, en mundo para ellos secamente amputado. Nadie viole su dolor con lugares comunes. Nadie se atreva a buscar, en su indecible angustia, beneficio. Lo trágico no sabe de consuelos.

Solo silencio

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