EL ÁNGULO OSCURO
Los últimos de Filipinas
Algunos no claudicaron nunca, y siguieron escribiendo en español hasta entregar el hálito
Resulta, en verdad, pavoroso, comprobar cómo en menos de medio siglo los americanos se las arreglaron para arrasar salvajemente el legado español en las Filipinas. Mientras los bulldozers trabajaban a destajo, reduciendo a escombros la hermosa arquitectura española, para tapizar de cemento los solares o erigir en ellos pomposos y execrables edificios neoclásicos y masonizantes, miles de maestros y predicadores pagados por el Gobierno yanqui desembarcaron en Manila y fueron repartidos por las aldeas, para extender su evangelio negro entre las almas a través del inglés, que se presentaba ante las nuevas generaciones como la lengua del progreso y el futuro, frente al español, que caracterizaban como idioma de la reacción y la caverna.
Pero hubo una generación de escritores –auténticos «últimos de Filipinas– que, en aquellos años de oprobio, siguieron escribiendo en español, con el mismo carácter numantino y el mismo empeño heroico en defender una causa perdida que los soldados de Baler. Novelistas como Antonio Abad, poetas como Fernando María Guerrero o ensayistas como Teodoro M. Kalaw que se mantuvieron fieles a su lengua, al cobijo de los periodiquitos españoles que todavía subsistían en Manila, cada vez más esmirriados y languidecientes, y estimulados por el premio Zóbel, que hasta hace muy pocos años ha seguido premiando paladinamente la mejor literatura filipina escrita en español. Podemos imaginarnos a estos últimos de Filipinas, refugiados en cafés o casinos, como minotauros en su laberinto de palabras que ya nadie usaba; podemos imaginarlos escribiendo poemas sin destinatario, conscientes de que las esquelas de los periódicos que anunciaban la muerte de sus amigos eran un certificado irrevocable de que su obra se quedaría pronto muda; podemos imaginarlos volviendo a casa, bajo la lluvia tropical, descubriendo que la tinta del poema que acababan de escribir y guardar en un bolsillo de la chaqueta se había desleído. Algunos no claudicaron nunca, y siguieron escribiendo en español hasta entregar el hálito, cuando ya ni siquiera había periódicos que publicaran sus poemas; cuando ya ni siquiera tenían familiares que hablasen español a los que poder regalar su último poemario. El Instituto Cervantes de Manila se ha propuesto rescatar a estos autores en su colección «Clásicos Hispanofilipinos», en una labor benemérita que nos restituye obras sepultadas en el olvido.
Evoco la memoria de estos escritores que murieron fieles a la lengua española, mientras paseo con Carlos Madrid, director del Cervantes de Manila, y sus colaboradores José María Fons y Jorge Mojarro, mis desvelados anfitriones en estas jornadas manileñas, por el menesteroso barrio de Quiapo, donde se alza uno de los monumentos más peregrinos y pasmosos del mundo, la iglesia neogótica de San Sebastián, construida toda ella en metal, para resistir los terremotos, en la última década del siglo XIX, justo antes de que llegaran los yanquis con sus bulldozers, su cemento y su neoclásico masonizante. Y, recordando a estos escritores que se fueron quedando a solas con la lengua española, como se queda sola en el andén la novia que va a despedir al soldado que parte para el frente, trato de imaginarlos en sus tertulias de café, cada vez menos concurridas, cada vez más pobladas de fantasmas, hasta el día en que ya sólo quedase uno, sin poder leer a nadie sus poemas, absorto en su soliloquio funeral.
Pero rectifico enseguida. Ese último poeta filipino en lengua española nunca se quedó sólo. Cuando sus colegas ya habían muerto, aún pudo leer sus poemas a Dios, que es nuestro único crítico literario fiel y fiable.