vidas ejemplares

A rolos

Confundir la música con el físico tiene el problema de que la anatomía se oxida

LA otra noche, un poco a lo Celia Villalobos, haciendo dos cosas al tiempo, ojeaba uno la gala de los premios de la música británica. En un O2 Arena espectacular, engalanado de láser y fantasía, salió en tromba una Madonna vestida de torera a poner el broche de oro. Pero apenas llevaba la veterana vedette cuatro pasos de baile, cuando sus taconazos la traicionaron y cayó a rolos escaleras abajo. Con un pundonor y una elasticidad admirables para sus 56 años, la artista se levantó como un resorte y continuó enérgica con la función, como si el costalazo fuese parte prevista del espectáculo.

Ver a aquella señora mayor intentando ser competitiva en un negocio donde ya hay carne más tersa (Miley Cyrus, Rihanna) resultaba entre conmovedor y «patético», que diría nuestro presidente del Gobierno. Madonna promocionó su carrera durante lustros enseñando cacha y con guiños anticlericales pueriles. Reconozcámosle, eso sí, que sacó enormes rendimientos de una voz limitada, leyó bien las tendencias y tuvo la inteligencia de contratar a los mejores productores. Pero confundir la música con el físico tiene el problema de que la anatomía se oxida. Mientras que Joni Mitchell o Marianne Faithfull han podido llegar a abuelas en las tablas con una cómoda dignidad, nuestra pobre Madonna sigue rehén de unas piruetas gimnásticas cada vez más extemporáneas, pese a las muletas del fitness y el bótox.

Mark Knopfler fue un dios del pop, con su ochentera cinta en la frente incluida. La prueba de que es un clásico es que aún hoy en día es imposible transitar por las barracas de las ferias de pueblo españolas sin que en los coches de choque suene en algún momento «Sultans of Swing» (y sin que algún gañán mueva sus dedos sobre una guitarra invisible al compás del solo final). En 1985, una de sus entregas con los Dire Straits vendió 29 millones de discos. Pero en 1995 disolvió la banda que lo hizo rico y famoso y optó por una carrera de perfil bajo, dando rienda suelta a los gustos folkies que escondía en el corazón. En el Reino Unido, la crítica especializada desdeña a Knopfler. Sus discos se consideran lo que se llama «un placer culpable» (me gusta, pero que nadie lo sepa, no es moderno).

Knopfler ya no graba en islas paradisíacas del Caribe. Se ha construido un estudio a su medida en Londres, en el que va cociendo sus discos lentamente, a su aire. Es un caserón de piedra en una calle estrecha y sin tráfico, cerca de Hammersmith y del Támesis. Ningún cartel lo identifica. El guitarrista, de 65 años, resulta ser un señor muy amable, corpulento, de movimientos lentos, con risa suelta. Cuenta que cada día compra dos periódicos, el «Telegraph» y el «Guardian», uno de derechas y otro de izquierdas, y luego los mezcla en su cabeza y fabrica su propia verdad. Richard Ford, al que algunos consideramos el mejor novelista americano vivo, le ha escrito unas notas para su nuevo disco. ¿Cómo lo ha conseguido? «Le mandé un sms. Es que somos amigos». Así de fácil.

El guitarrista cree que la prensa inglesa no se ocupa demasiado de él porque ha elegido ser una persona privada. Parece haberse aclimatado bien tras bajar del pedestal, porque sabe que en realidad siempre ha hecho lo mismo: intentar componer canciones memorables. Bob Dylan, amigo y admirador de Mark, ha reconocido alguna vez que nunca volverá a poseer el fuego creativo de su veintena, cuando le dio la vuelta a la música como si fuese un calcetín opresivo. Knopfler es más optimista, asegura que sí, que todavía confía en alumbrar nuevos clásicos, como aquel mágico «Romeo and Juliet» de nuestros arrumacos adolescentes. Mark es un gran músico. Jamás caerá a rolos por el escenario.

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