VIDAS EJEMPLARES
¡Lentejas!
Aires, espumas, emulsiones, gelatinas, brioche de hormigas… qué pereza
A España le ha dado por entronizar a los cocineros. Son los nuevos referentes sociales. Se han enseñoreado de la tele y reciben tratamiento de refinados intelectuales, artistas y psicólogos. Sus platos han llegado a ser objeto de exposiciones y Gobierno y autonomías los distinguen. Así que cuesta un poco confesar, pero vamos allá:
Una comida sabrosa en un buen restaurante es un indiscutible placer. Si la compañía es grata y la conversación entretenida, constituye una de las maravillas de la vida. Pero una cosa es saber disfrutar de un almuerzo opíparo y otra hacer el papanatas.
Supongo que un «shabu-shabu de hígado de rape con linquat de sésamo» será una compleja creación de laboratorio, tan digna de un museo como de un estómago. Estoy seguro que la «croqueta líquida» y el «brioche de hormigas» constituyen un paso trascendental para la humanidad, y que son fruto de una meditación culinaria de índole cuasi filosófica. No dudo que una «emulsión de ostra» o un «aire de almeja» deben ser la coña marinera. Pero no me creo que las personas del común, a las que nos encanta comer bien pero para nada somos Brillat-Savarin, tengamos cualificación para valorar la excelencia de esos mejunjes, o para distinguir una añada de otra. O si nos tapan los ojos, diferenciar siquiera un Ribera de un Rioja (hagan la prueba en su entorno y se sorprenderán).
Discuto que cualquiera de esas creaciones en vajilla galáctica, con raciones micro y colores fosforito, proporcionen más placer que atacar unas lentejas caseras cuando casca el frío, o un arroz valenciano por su sitio, o los fideos con congrio marineros de mi madre, o un simple pincho de tortilla en ese bar de barrio, al que le traen los huevos y las patatas de la aldea y mantiene oculta en la cocina a una abuela que se sale.
Somos muchos, me temo, los que pasamos página en cuanto nos topamos con el enésimo reportaje con Adrià (que ya es un género periodístico en sí mismo). Los que cambiamos de canal si asoma la cresta del nuevo emergente, de cuyo «divertido» restaurante se sale con un facazo per cápita de más de 150 euros (en un país donde muchos conciudadanos son mileuristas). Los que nos ponemos de color pistacho cada vez que escuchamos que un petardo llama «experiencia» a ir a papear a un sitio. Los que pasamos de espumas, gelatinas, aires, emulsiones, texturas, nitrógenos y maridajes y preferimos hallar el sabor real de la materia prima. Los que la última vez que acudimos a uno de esos santuarios de vanguardia (en el arranque de siglo y para intentar impresionar a una impresionante), salimos con hambre tras apoquinar 33.000 pesetas a una maître altiva vestida de Mao Tse Tung. Los que un día descubrimos, con tristeza, que puedes ser un cocinero superdotado pero un ciudadano decepcionante (nos ocurrió con la primera generación de cracks guipuzcoanos de los fogones, que opinaban de lo divino y lo humano, pero jamás se les ocurría lamentar que parte de su clientela tenía que acudir con escolta a sus comedores por pensar libremente).
¿Qué delito han cometido los pobres percebes para que algunos bergantes los aprisionen con gelatina? ¡Lentejas!.