EL CONTRAPUNTO
Ese sexo persistente…
Aquí seguimos confundiendo la gramática con la genética, por mucho que la realidad desmonte el tinglado de la ideología de género
Tres de cada diez jóvenes españoles varones, sólo una chica, piensan que si un hombre agrede a su pareja será porque algo ha hecho ella para provocarle. Uno de cada tres considera que la promiscuidad sexual masculina constituye un éxito personal mientras que la femenina estigmatiza a quien la practica con el calificativo de «puta». A ellos les gustan ellas por guapas y simpáticas. Ellas se fijan en los poderosos, fuertes y valientes. Dicho de otro modo; nada nuevo luce bajo el sol del informe «Jóvenes y género, el estado de la cuestión», elaborado por el Instituto Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, entre una población de 15 a 29 años de edad. Nada de nada. Ni siquiera la terminología impuesta por el pensamiento políticamente correcto imperante, que una vez más revela su previsible impotencia para alterar por sí sola la realidad persistente. Y es que por mucho que se empeñen algunos en sustituir «sexo» por «género», los viejos prejuicios de siempre se empeñan en salir a flote. Están en nuestra naturaleza, en los genes que nos configuran, en millones de años de evolución, en esa mezcla apasionante de biología, historia y sociología que estudia la antropología.
Vaya por delante mi convicción de que el lenguaje influye decisivamente en la articulación de las ideas. ¡Vaya si lo hace! Cuando, por ejemplo, dejamos de emplear la expresión «minusválido» y la sustituimos por «discapacitado», estábamos dando un salto de gigante en la consideración de unas personas tenidas hasta entonces por menos válidas que las demás, cuando en realidad sus características físicas o psíquicas simplemente les privaban de la capacidad para realizar ciertas tareas. El sentido de la palabra escogida para denominar un determinado fenómeno, su etimología y connotaciones, cargan de significado el concepto resultante. Pero cuando por razones ajenas a la lógica de la comunicación se saca un vocablo de su contexto a fin de emplearlo como arma arrojadiza en la batalla política, es fácil caer en lo grotesco… que es exactamente donde ha terminado toda esta patraña de la «ideología de género».
Fue Simone de Beauvoir la primera en proferir la afirmación que ha dado lugar al derroche de esfuerzo y dinero destinados a demostrar una falsedad que la ciencia desmiente una y otra vez. A saber, que las mujeres (y los hombres) no nacen sino que se hacen. O sea, que la identidad sexual es una mera construcción cultural sin base en la fisiología, que la excepción ha de ser considerada norma y que carece de importancia el hecho de que en todo el planeta no exista ni una sociedad en la que hombres y mujeres compartan los mismos roles, incluso empezando a observar conductas desde la más tierna infancia. Dinamarca y otros países escandinavos, pioneros en esta cruzada sin sentido, dieron hace tiempo frenazo y marcha atrás. Nosotros seguimos confundiendo la gramática con la genética, por mucho que la realidad desmonte el tinglado pseudo-progre que alimenta esta paparrucha.
Si los ingentes recursos públicos destinados al fomento de esta ideología hubiesen ido a financiar políticas de familia, reformas de un sistema demencial de horarios, guarderías y, sobre todo, una mejor educación para nuestros jóvenes, tal vez se habría resuelto ya una de las grandes injusticias que pone al descubierto el informe y que, esta sí, es privativa de España: el 42 por ciento de los varones y el 47 por ciento de las mujeres coinciden en que los hijos suponen un obstáculo para la vida profesional de ella, pero solo veintitrés de cada cien chicos y once chicas creen que pueden ser un escollo para la carrera de él. Convicciones que nos llevan directos al geriátrico.