CAMBIO DE GUARDIA
¡Ron, ron, ron...!
«¡Quince hombres van en la caja del muerto...!». ¡Plof! Allá va Tomás Gómez
«¡Ron, ron, ron, la botella de ron!» Los cazos de estaño golpean rítmicamente la borda. Por el trampolín, que oscila sobre las olas, el condenado avanza. Abajo, un desasosiego de tiburones. «¡Quince hombres van en la caja del muerto...!». ¡Plof! Allá va Tomás Gómez.
La historia del Partido Socialista Obrero Español es, desde 1978, la de una admirable perseverancia en la fechoría. Sus años de gobierno fueron los del impecable delito de Estado: robo masivo para engrasar la máquina clientelista andaluza; máquina financiera para, a través de Filesa, enriquecer a todos; crímenes tenebrosos en los sótanos de Interior... Todo el mundo sabía. Pero fueron precisos trece años para que aquella fortaleza se desmoronara.
Comparados a aquellos años de impune violación de todas las leyes, los robos de ahora son poco más que calderilla. Y el dinero «despistado» en el tranvía de Tomás Gómez no les hubiera dado a sus colegas de los felices ochenta ni para propinas en la sobremesa del gran festín. ¿En qué han cambiado los tiempos tanto como para exigir que la cabeza del de Parla ruede por un saqueo tan de cuarta fila?
Ha cambiado el consentimiento. La percepción ciudadana de que todo abuso merecía ser aceptado como precio a cambio del cual pagar la estabilidad de una democracia que en los años ochenta era aún vista como un inmerecido regalo del destino. El poder, dice Maquiavelo, se estabiliza, no sobre la realidad de quienes rigen el Estado, sino sobre su capacidad para generar imágenes, representaciones; para aparecer bajo la apariencia, si no de lo mejor, al menos de lo menos malo. No es la «realidad del Príncipe» la que ancla su poder. Lo ancla «su nombre»: el conjunto de relatos y mitologías que en torno a él se tejen. El partido socialista de González podía ser realmente delictivo. No importaba. Su relato componía la epopeya de una fuerza filantrópica al servicio del pueblo. Era mentira. Pero verdad o mentira no cuentan en política. Cuenta la capacidad de relatar convincentemente. La política es seducción: estafa. Y ser un excelente estafador no es oficio nada fácil.
En España se han ido quebrando todas las fes, todas las convicciones en los representantes políticos. En los años ochenta, la estafa del tranvía de Parla hubiera sido percibida por el ciudadano como lo normal en los gobernantes. Y, si a alguien se le hubiera ocurrido protestar, se le habría llamado terrorista y se acabó el problema. Era un mundo de creyentes. El de ahora, es un mundo de estafados que han dejado de creer en nada. Y que sólo aguardan el momento de vengarse. Y que son tan irracionales en el rencor cuanto lo fueron en la servidumbre. El ascenso de los populistas no podría entenderse sin eso. Ni tampoco el fratricidio cruel al que están abocados todos los partidos. Y que, en el límite, no es mucho más que el juego del trampolín pirata.
Hay que dar espectáculo a los enfurecidos, a los justamente enfurecidos. No justicia: espectáculo. Se elige al más corrupto, o en su defecto al más tonto, y se le hace avanzar sobre la tabla que de la borda conduce al vacío. Abajo hay mar abierta y tiburones. ¡Allá va Tomás Gómez! Los espectadores rugen. De gusto y de alivio. Pero el placer es breve. La tabla sigue allí, oscilando, una vez que al primer paseante se lo zampó el escualo más veloz. Seguirán otros.
Y, al final, quedará el barco fantasma. Sin tripulación, sin piloto. Y los espíritus entonarán a coro: «¡Quince hombres van en la caja del muerto, ron, ron, ron, la botella de ron!».