VIDAS EJEMPLARES
De fiesta, ¿qué esperaban?
Hace tiempo que los futbolistas de élite perdieron la conexión afectiva
Imagínese que usted nace en una favela del puerto de Recife, allá en Brasil. Malvive junto a un porrón de hermanos en una chabola de tablas y techo de plásticos. La comida menudea, hasta el extremo de que la desnutrición provoca que se le caigan algunos dientes. Para acabar de oscurecer un horizonte angustioso, un autobús arrolla a su padre, el único que traía parné a casa. Al niño no le queda otra que dejar la escuela y recorrer cada día las playas de Recife, intentando vender lo que sea –quincalla, fruta– para echar una mano en casa.
Aun así, el rapaz sigue pegado al balón. Es su único consuelo, pasatiempo y esperanza. Juega en las calles, a todas horas. Le pega bien. Zancada, regate, nervio, visión. Se sale. Tanto que un club humilde, el Santa Cruz, lo incorpora. Allí, el chaval de la favela sigue asombrando y sucede el milagro con el que sueñan de manera estéril millones de críos brasileiros: un equipo de verdad, el Corinthians, lo ficha, y de allí pasa al clásico Palmeiras. En Brasil lo gana todo. Es cuestión de semanas que las manirrotas ligas europeas reparen en él. Pronto recala en España para jugar en un equipo pequeño que está de moda. De allí salta a uno de campanillas. Luego al mejor de Italia. Con la selección de su país gana el Mundial. Más tarde retorna al fútbol brasileño y ya en el declive, para seguir empaquetando pasta, disputa dos temporadas en la insólita Liga de Uzbekistán. El niño de la favela ha recorrido medio planeta. En cada plaza ha besuqueado con fruición la camiseta que le paga, ha corrido a abrazarse con los voceras del fondo sur. Ha asegurado, emocionado hasta el tuétano, que este «é o clube da minha vida». En realidad es un profesional y los sentimientos le duran lo que su nómina.
Lo anterior no es ninguna fábula. A grandes rasgos, es la biografía del enorme Rivaldo, el espigado futbolista que me ayudó a desengancharme del fútbol. De chaval lo aplaudí como un forofo cuando oficiaba su magia arrabalera en Riazor y colmaba de besos el escudo del Dépor tras unos goles de ensueño. Al mes siguiente lo fichó el Barça. En dos semanas era más catalán que la Moreneta y el pan tumaca juntos. En cuanto al anterior «clube da minha vida», si te he visto no me acuerdo…
Escándalo porque los divos del Real Madrid no se fueron a la cama a las once de la noche, hechos un mar de lágrimas, después de que los legionarios de Simeone los vapuleasen. ¿Y qué esperaban? Comprados a golpe de talonario en una puja con los clubes más potentados, a estos fenómenos cabe exigirles una profesionalidad y una entrega en la cancha acordes a los inauditos emolumentos que perciben. Pero resulta naif seguir pensando que sienten un vínculo emocional hondo con el club para el que coyunturalmente trabajan.
El fútbol es un circo profesionalizado, divertido cuando el partido es bueno. Sirve para entretenerse y para rellenar conversaciones neutras en lugar de hablar de la ciclogénesis. Los clubes son empresas. Los futbolistas, mercenarios cualificados al servicio del mejor postor. Cristiano Ronaldo es tal vez el mejor. Un tipo que se cuida con esmero, un superdotado distinguido por un espíritu ganador muy especial. Pero no le pidan peras al olmo. Cuando sea viejo y se vaya a ganar sus últimas perras a Uzbekistán, o a Dubai, vibrará allí igual que lo hace en Madrid, o como lo hizo en Manchester. Observen a Messi. Epítome de la mística del «más que un club». Hasta que Hacienda lo pilló en orsay. Ahí se le rompió el amor de tanto usarlo, que diría la Jurado, y ya mira con morriña las libras de la Premier.
¿Fiesta de cumple tras el 4-0? Pues claro. Y con karaoke.