EL BATALLÓN DE LOS PERPLEJOS
Magnífico, rectores
Ninguna de las 79 universidades españolas está entre las 150 mejores del mundo
Es probable que no exista en España un barullo más complicado que el de la Universidad. Hablamos de un mastodonte que ha crecido tan desordenadamente que hoy cualquier bachiller tiene ante sí la posibilidad de cursar una de las 2.631 carreras de grado, y seguidamente cualquiera de los 4.051 másteres, que se ofertan en las 79 universidades, públicas y privadas, del sistema. En tiempos, y mientras se terminaba el PREU o el COU –con el agobio y las primeras moscas que entraban por la ventana abierta del verano recién estrenado–, a uno solían sobrarle dedos a la hora de elegir dónde se pasaría cinco o seis años hincando los codos para labrarse un futuro. Pero todo aquello cambió. Para responder a la demanda creciente que marcó el «baby-boom» de los sesenta y setenta, y para satisfacer el lógico deseo de los padres de proveer a los hijos del lustre académico que ellos no pudieron tener, los claustros medraron de manera desorbitada. Al tiempo, con la asunción de competencias por parte de las Comunidades comenzaron a surgir campus (ahora hay 236) con el arcangélico propósito de acercar las aulas superiores a casa. Como setas en otoño brotaron aquí y allá más y más facultades, a mayor gloria de los presidentes autonómicos que traían «escuela y futuro» a la vuelta de la esquina en cada bonita inauguración.
Hoy, todo ese edificio ha entrado en colapso, con la mayoría de los centros (repetimos, 79) en quiebra técnica y con el estómago más vacío que el de Carpanta, sin que nadie se haya detenido a pensar cómo hacer viable un modelo fracasado. Valga un ejemplo: hace un par de años en la Universidad de Extremadura trabajaban 3.130 personas (2.037 docentes e investigadores y 1.093 trabajadores en otros servicios) para atender a 23.222 alumnos, esto es, siete estudiantes por empleado. Clases casi particulares.
Eso solo en cuanto al esqueleto, porque la médula y el músculo no andan mucho mejor. Los rectores han dado la última prueba de la inveterada endogamia que aqueja a la enseñanza superior y su muy esmerada pericia en mirarse al ombligo sin entretenerse en observar el contexto. A la búlgara y por su cuenta, han aprobado una moratoria para aplazar a 2017 (si acaso) la implantación de los grados de tres años que propone el Gobierno. En España la ley comienza a ser un cuerpo extraño, una lata que uno se sacude de la hombrera sin que pase nada. Como nada ocurre tras los sistemáticos incumplimientos de las normas y las sentencias judiciales que, a cuenta de la enseñanza en castellano, hace la Generalitat, a la que solo le hacen falta un matasuegras y un gorrito con espumillón para completar la burla.
Quizá resulte más útil que los rectores magníficos dejen de hacer oposición política, se centren en hacer viables sus centros y se pregunten cómo es posible que ninguna de las universidades españolas (tripitimos, 79) esté entre las 150 mejores del mundo y que a nadie le importe un birrete. ¡Magnífico!, rectores. Sin carreras de tres años, todo arreglado... así que ¡Gaudeamus igitur!