EL ÁNGULO OSCURO
La colonización ideológica
La persecución no nos la quita ni Dios, y sólo unos pocos (¡poquísimos!) serán capaces de resistirla sin flaquear
La persecución no nos la quita ni Dios, y sólo unos pocos (¡poquísimos!) serán capaces de resistirla sin flaquear
EN varias ocasiones el papa Francisco ha recomendado la lectura de Señor del mundo, la novela de Robert Hugh Benson (1871-1914) que, siendo argentino, podría haber leído en la traducción de Leonardo Castellani. En su última mención, remitía a esta obra para que su auditorio comprendiese mejor a qué se refiere cuando advierte sobre los peligros de una «colonización ideológica» que amenaza a las familias y a los pueblos. Trataremos de explicar aquí en que consiste esa «colonización ideológica».
Aunque el Papa oculta su asunto (tal vez siguiendo la «disciplina del arcano» que San Agustín recomendaba a los cristianos, cuando tratasen con los paganos), Señor del mundo es una novela sobre los tiempos parusíacos (una distopía, que diría un pagano) y, más concretamente, sobre el reinado del Anticristo, que impone la religión de la «fraternidad universal», un humanismo sin Dios, caracterizado por la mística de la deificación del Hombre y del Progreso. «Dios, en la medida que era posible conocerlo, era sólo el hombre –reflexiona uno de los personajes principales del libro, el diputado Oliver Brand–; y la paz, no la espada que trajo Jesucristo, es la condición del progreso humano; la paz que brotaba de la comprensión, la paz que emanaba de un conocimiento claro de que el hombre lo era todo». Esta paz tan estupenda la logra Felsenburgh, el falso mesías que protagoniza la novela, alcanzando una alianza con las sectas mahometanas del Oriente; después, consiguiendo el bienestar universal, mediante el control mental de las masas y la benévola administración de la eutanasia a los díscolos y los infelices; por último, unificando el mundo bajo su autoridad, implantando oficialmente la religión humanista y erradicando los últimos reductos de cierta fe «grotesca y esclavizadora», propia de «incompetentes, ancianos y disminuidos», que se resiste a aceptar la colonización ideológica. A los pocos (pusillus grex) que para entonces profesan esa religión se les considera una secta de peligrosos delincuentes; y se decreta contra ellos la persecución, que las masas cretinizadas acogen con orgiástico alborozo ciudadano, como una auténtica fiesta de la democracia, que diría un cursi.
Benson describe así la persecución decretada por Felsenburgh: «En tiempos muy lejanos, el ataque de Satán se desató por el flanco corporal, con látigos, fuego y fieras; en el siglo XVI se produjo por el flanco intelectual; en el siglo XX, por los resortes de la vida moral y espiritual. Aquel ataque, en cambio, parecía llegar por los tres flancos a la vez. Sin embargo, lo que más temor producía era la influencia patente del humanitarismo: sobrevenía, como el reino de Dios, revestido de un inmenso poder; aplastaba a los imaginativos y a los románticos; asumía, más que afirmaba, su propia verdad incontrovertible; aplastaba y sofocaba, no hería, y ganaba terreno con el estímulo del acero o de la polémica. Lograba abrirse paso casi palpablemente en las conciencias. Personas que apenas conocían su nombre ya profesaban sus dogmas; los sacerdotes lo habían absorbido, igual que absorbían a Dios en la Comunión; los niños bebían su jugo como antaño hacían con el cristianismo (…). Y, por último, llegaría a revestirse con la vestimenta de la liturgia y el sacrificio, y una vez hecho esto la causa de la Iglesia, de no mediar una intervención de Dios, habría concluido para siempre».
Tal intervención se producirá, según está escrito, in extremis, acabando milagrosamente con lo que Francisco denomina «colonización ideológica» del humanitarismo. Pero la persecución no nos la quita ni Dios, y sólo unos pocos (¡poquísimos!) serán capaces de resistirla sin flaquear.