¿Derecho a decidir?
El derecho a decidir no es un derecho absoluto sino condicionado al cumplimiento de un sinfín de requisitos
A cualquier persona que se le haga esta pregunta, así en abstracto, sobre si desea tener el derecho a decidir la respuesta es unánimemente afirmativa en la totalidad de los casos. Es la pregunta trampa por excelencia. Sin embargo la cosa se complica cuando se pretende establecer sobre lo que se tiene derecho a decidir. A buen recaudo a todos a los que se les ha formulado esta pregunta y han respondido afirmativamente estarán de acuerdo en que no todo se puede decidir, por ejemplo, sobre la existencia o no de Dios, o si el universo es finito o infinito, o si la velocidad de la luz es mayor o menor de la que pregonan los astrofísicos. Es decir, el derecho a decidir no es un derecho absoluto sino condicionado al cumplimiento de un sinfín de requisitos.
Qué duda cabe que los vecinos de cualquier municipio, región o comunidad autónoma pueden decidir libremente sobre multitud de temas que les atañen siempre y cuando estén dentro de sus atribuciones y sean legalmente convocados al efecto por la autoridad competente. Podrán decidir, por ejemplo, si tal o cual proyecto debe o no realizarse; si la escuela o instituto debe proyectarse en esta o aquella zona de la ciudad; si la nueva carretera debe tener este u otro trazado que más pueda beneficiar a la comunidad. Por poner solo unos ejemplos de los infinitos que podrían señalarse.
Lo que en ningún país del mundo se permitiría es que una parte integrante del territorio de su Estado invocara torticeramente un pretendido derecho a decidir para subrepticiamente convertirlo en el derecho de autodeterminación proclamado por la comunidad internacional al exclusivo objeto de impulsar el proceso de descolonización exigido tras la segunda guerra mundial, abriendo de esta suerte un cauce legal para que las colonias pudieran acceder a su independencia. Como así ocurrió. El mapa político del mundo cambió significativamente apareciendo nuevos Estados que venían a sustituir a las antiguas colonias.
A este respecto bueno será recordar la reiterada doctrina de las Naciones Unidas en el sentido de que el derecho de autodeterminación nunca puede aplicarse a una región de un Estado soberano para conseguir su separación y proclamarse como Estado independiente. Una declaración unilateral de independencia, como algunos en nuestro propio país pretenden, proclamada además al margen de la legalidad y en desafío al Estado, en modo alguno sería reconocida ni por España ni por la comunidad internacional. Ellos lo saben. Lo demás es hipocresía.
Pero si además, cual es el caso de España, se pertenece a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ocupando actualmente un puesto clave en su Consejo de Seguridad; se es miembro de la Unión Europea; se es parte integrante de su zona euro; forma parte del Banco Central Europeo y pertenece a diversos organismos internacionales de gran protagonismo en la política mundial tales como la NATO y la OCDE, por citar solo algunos, resulta delirante que a pesar de ser advertidos de que una acción de esta naturaleza llevaría consigo la exclusión de la región escindida, con las consecuencias que ello comportaría, tales como, en Europa, la no pertenencia a la Unión Europea y quedar fuera del euro. Otras muchas más se manifestarían en los más diversos ámbitos; empresariales, internacionales, culturales, comerciales, financieros, económicos, familiares e incluso deportivos por citar solo algunos. Sorprende como a pesar de todo hay algunos dirigentes trasnochados y radicales que en un claro brindis al sol amaguen con una declaración unilateral de independencia sabiendo de antemano que tal despropósito conduciría irremediablemente a la ruina de su territorio, convertido transitoriamente en mini Estado, en el supuesto de que no hubiera reacción alguna por parte del Estado al que histórica y culturalmente pertenece.
Recordemos como ya en 1932 Azaña, en el memorable debate en las Cortes con Ortega, proclamaba que la unidad de España es innegociable. Recordemos también -para aviso a navegantes- la enérgica reacción del Gobierno de la República en 1934 ante la declaración unilateral del Estado Catalán por parte de Companys. Sin embargo, no creo que la tan invocada y reiterada declaración unilateral de independencia, disfrazada de soberanismo, derecho a decidir, proceso participativo, u otra cualquiera, sea su verdadera y oculta intención.
Entonces, ¿por qué tan aparente contradicción? La razón no puede ser más simple. En mi opinión se trata de mantener para consumo interno una situación permanente de tensión y desafío al Estado con el propósito de obtener más competencias, nuevas prerrogativas, más provechosas prebendas y más financiación en detrimento del resto de españoles. En definitiva más dinero y poder a sus fines independistas. Para ello vale todo, inculcar en las escuelas el odio a España, la vejación de sus símbolos, la falsificación de la historia, la persecución de la lengua común de todos los españoles y de quinientos millones de hispanohablantes en todo el mundo, el control absoluto de los medios de comunicación a través de cuantiosas subvenciones y el establecimiento de un pensamiento único propio de regímenes totalitarios. Ante esta situación un Gobierno permisivo incapaz de hacer frente con firmeza a un desafío independista que pone en riesgo la unidad de España.
Juan Miguel Arrieta Valentín es Abogado y Economista. Fue Alcalde de Pamplona