VIDAS EJEMPLARES

¡Aleluya!, se ha dado cuenta

A los treinta años, Zuckerberg, el dueño de Facebook, ha descubierto los libros

Luis Ventoso

A sus 30 años, Mark Zuckerberg, el chaval superdotado que inventó Facebook cuando era alumno de Harvard, el más joven de los multimillonarios del escalafón de «Forbes», el tío que viste cada día la misma camiseta gris para no perder su valiosísimo tiempo en chuminadas, ha hecho un descubrimiento que lo tiene pasmado: ¡los libros son interesantes! «He encontrado la lectura muy satisfactoria intelectualmente», ha comentado el híper gurú digital, que anuncia al mundo que entre sus buenos propósitos para 2015 figura el paparse un libro cada dos semanas.

Mark, hijo de un dentista y una psiquiatra, nacido en una pequeña localidad próxima a Nueva York, judío, como tantos genios, despuntó desde niño como un mago de la programación. Mientras otros críos jugueteaban con los ordenadores, él dibujaba en el alma de las máquinas. El resto de la historia se la sabe todo el mundo. En parte por el inclemente retrato que de él hizo el maestro David Fincher en su película «La Red Social». Venía a pintarlo como un geniecillo misántropo, o traducido al castizo, un poco cabroncete. Pero es innegable que Zuckerberg concibió en 2004 un inventó que ha cambiado la manera de comunicarse de los humanos. Otro asunto es la calidad de lo que allí se cuenta, que suele ser tan anodina como la camiseta gris de Mark: mayormente, frases hechas, regurgitación de mensajes ajenos y narcisismo compulsivo en directo, con una plomada de fotos domésticas sin interés alguno (yo y mi amado perro, yo y mis amigos comiendo pizza, yo en la playa metiendo barriga, yo dándole el latazo un famoso con el que me hice una autofoto…).

El lápiz fue un formidable invento, más trascendente que Facebook, pero hoy no guardamos memoria de su creador (ingleses, alemanes e italianos se disputan el copyright). Si tienes un lápiz pero no sabes escribir ni dibujar solo te valdrá para hurgar en una oreja. Algo similar ocurre con la mitificación de las redes sociales, que no dejan de ser una autopista, un soporte. El valor lo dan los contenidos, buenas ideas, buenas historias, educación, noticias ciertas. Los nutrientes de todo eso, como bien ha sabido ver el inteligente Zuckerberg –aunque haya sido a los 30 tacos– siguen encontrándose en gran medida en los libros. Su vigencia es absoluta y resulta anecdótico que su soporte sea el papel, el ordenador o un Kindle. Con permiso de los tertulianos, todavía no se ha descubierto nada mejor que el libro para transmitir pensamiento ordenado.

De todas formas, puede que haya algo de boutade en la supuesta epifanía del viejo Gutenberg ante el joven Zuckerberg. Las hagiografías del informático relatan que el niño prodigio Mark ya deambulaba por los recreos de su escuela recitando pasajes de Homero y Virgilio, lo cual no encaja con su presunto adanismo en el mundo de las letras.

Raro es el talento descollante sin un pasado libresco. Bob Dylan ha contado que antes de su advenimiento público ya había almacenado en esa potente batidora que alberga bajo sus rizos a Shakespeare, Rimbaud, Blake, Byron, Shelley, Dostoievsky… e incluso al estratega bélico Von Clausewitz y al historiador ateniense Tucídides, amén de la Biblia, cuyos salmos resuenan como un eco grave en sus versos.

De la nada no sale nada. Sería interesante saber cuántos libros –y cuáles– leyeron el año pasado nuestros líderes políticos. Publicarlo sí que resultaría un elocuente ejercicio de transparencia, que concluiría con múltiples y sonados sonrojos. Me apuesto una mariscada a que hay muchos padres de la patria que tienen como manual de cabecera el «Marca» y el «As». Y el problema es que se les nota.

¡Aleluya!, se ha dado cuenta

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