UNA RAYA EN EL AGUA
Dos elefantes
La herencia del juancarlismo es la de un liderazgo moral de la Corona como emblema de una España sin exclusiones ni rupturas
Hay en el reciente libro de Fernando Onega sobre Juan Carlos I, «El hombre que pudo reinar», una escena de potente contenido simbólico: el momento en que el rey recién abdicado, en la mañana de la proclamación del heredero, pregunta a su hijo un balbuciente «¿nos vamos?» y se retira del balcón del Palacio de Oriente en un discreto mutis camino de la Historia. Ese instante en que, a los cuatro meses de la muerte de Suárez, cae el telón invisible de la Transición española. La mañana de junio en que la nación descubre, en una inédita epifanía de banderitas y cierto vértigo político, que los Reyes no sólo ya no son los padres sino que a partir de ahora son los hijos.
Don Juan Carlos, que hoy cumple 77 años, es desde entonces un primer actor jubilado que busca su sitio entre los bastidores de una vida sin agenda, al margen ya del volátil albur de un país envuelto de nuevo en la aceleración histórica. Ese intenso presentismo, aliado con la zozobra de una etapa de profundas convulsiones, amenaza con desdibujar el inmenso legado juancarlista en el borroso palimsesto de una actualidad construida a bandazos de opinión pública. La obra de Onega pretende fijar la importancia de un reinado mucho más efectivo y trascendente de lo que trasluce entre los confusos brochazos de la memoria: la época de mayor estabilidad democrática de la España moderna. Cuando el régimen constitucional del 78 recibe un desagradecido zarandeo sociológico y político parece necesario abordar, frente a la tentación del adanismo o de la amputación retrospectiva, el justo ejercicio de objetivación de su fenomenal relevancia.
Juan Carlos I es mucho más que un rey emparedado entre los dos elefantes –el blanco del 23-F y el negro de Botswana– sobre los que lo proyecta la simplificación de la posmodernidad. Entre esos dos episodios hay 35 años de modernización nacional y de construcción de un marco de convivencia y de progreso. Y antes un prodigioso lustro de creatividad política que levantó bajo su inspiración la arquitectura institucional más sólida de los últimos dos siglos. El Monarca no sólo actuó como piloto de la restauración democrática; tras disolver los poderes absolutos que le transfirió Franco permaneció como árbitro de representación en una Jefatura del Estado ejercida con muchos más aciertos que errores mediante un poderoso instinto de equilibrio. El Rey no gobernó pero supo –y pudo– reinar: favorecer con su influencia, su temple y su auctoritas el marco estable que permitiese al país un avance sostenido. Desbloqueando colapsos, gestionando interlocuciones, impulsando acuerdos. Ésa es la herencia del juancarlismo: un liderazgo moral que ha dado sentido a la Corona como instancia suprema de mediación y de arbitraje. Como emblema de una España sin exclusiones que sigue siendo el principal valor que defender en este tiempo de compulsivas ansiedades de ruptura.