CAMBIO DE GUARDIA

Ángel máquina

Las máquinas piensan. Y no tienen sexo. Como los ángeles. Y son invulnerables. Igual que ellos. Alan Turing no lo era

Gabriel Albiac

En el año 1967, John Lennon se subía al segundo piso del autobús rojo de todas las mañanas para liar allí, como todas las mañanas, su primer peta. Y veía pasar Londres desde la nube. La canción cierra el álbum de la banda de corazones solitarios de un tal Sargento Pimienta. Londres era ya la ciudad de todos los prodigios. Y a ningún pasajero del autobús rojo le hubiera parecido cortés molestar al chico del peta, que, al fin, no molestaba a nadie.

En el año 1967, una panda de pijos con aficiones estéticas maquinaba en el Matrix de San Francisco el festival de rock supremo. Fue un maravilloso desbarre, al cual siguieron otros en espiral lisérgica: Monterrey. El documental de aquella barahúnda de miles de chavales haciendo simplemente cuanto les venía en gana sin molestar a nadie es conmovedor. «Verano del amor» se llamó a aquello.

En el año 1967, Jim Morrison llamaba a tirar el mundo por la borda del barco de los locos, Grace Slick convertía a la Alicia de Lewis Carroll en una dulce colgada de atardecer californiano y exhortaba a cierta revolución que nadie sabía muy bien en qué demonios consistía. Los Stones arrostraban un juicio por consumo de marihuana que tuvo momentos gloriosos. Fiscal: «¿Fue una sorpresa para usted que la señorita Faithfull llevara solo una colcha delante de diez oficiales de Policía?». Keith Richards: «A mi parecer, la colcha era lo bastante grande para cubrir a tres mujeres». Enseguida, Sus satánicas majestades iban a proclamar que un mundo extraño acababa de asentarse.

Era el año 1967. El año en que Gran Bretaña derogó la ley que castigaba penalmente a los homosexuales. Morten Tyldum lo anota, en una seca línea, al final de su The Imitation Game, que cuenta con la interpretación más sobresaliente que he visto en muchos años: la de Benedict Cumberbatch. El anacronismo es el suelo paradójico de los humanos. En el año en el cual David Bowie comenzaba su odisea ambigua, la Justicia británica hubiera podido aún destruirlo aplicando la misma ley que, en 1952, aniquiló a un milagroso matemático de 41 años llamado Alan Turing. Olvidamos los horrores del pasado reciente muy deprisa.

Alan Turing fue el último de una cadena de matemáticos que arranca de Pascal en el siglo XVII: la de aquellos que sospechan que «pensar» y «pensar humano» no es lo mismo. Que cabe la razonable hipótesis de hacer máquinas que piensen; lo cual no es, desde luego, lo mismo que decir que «piensen humanamente». Pero ¿qué es un humano para erigirse en canon de pensamiento? La máquina de Turing –la primera de las máquinas de Turing– permitió a los aliados, sencillamente, ganar la guerra, al hacer transparentes los mensajes cifrados del ejército de Hitler. Vinieron otras máquinas, en los años que siguieron. «Máquinas de Turing» es el nombre más antiguo de esto que hoy llamamos ordenadores. Todo cuanto somos nos viene de ellas.

Las máquinas piensan. Y no tienen sexo. Como los ángeles. Y son invulnerables. Igual que ellos. Alan Turing no lo era.

Ángel máquina

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