VIDAS EJEMPLARES
San Juan de Luz
Curioso, se ve más admiración por lo español en Francia que en la Guipúzcoa oficial
SAN Juan de Luz, con sus 14.000 habitantes y a solo 9 kilómetros de la frontera española, ha pasado de enclave de corsarios en el siglo XVII a puerto turístico coquetón, el último que ofrece buen resguardo hasta Arcachon. Todo está cuidado con esmero, con ese mimo casi relamido de los franceses. Es un subidón para los sentidos asomarse a su playa urbana, conocida simplemente como La Grande Plage, una concha de arena sobre el Cantábrico, despejada ahora en invierno; o bajar por un callejón marinero festoneado por restaurantes tentadores, o pasear arriba y abajo entre las tiendas refinadas de la Rue Gambetta. San Juan tiene a gala su carácter vasco y abundan los colmados gourmet, los carteles y las tiendas de recuerdos que alardean de esa identidad. Pero también es muy francés; leal e inevitablemente. De hecho, el País Vasco francés forma parte de la región de Aquitania y del departamento de los Pirineos Atlánticos. Todavía hoy, y ya ha llovido (y más allí), es blasón de orgullo local que en 1660 se casaron en la localidad Luis XIV de Francia y la infanta española María Teresa.
Paseando por el norte de Navarra y por Guipúzcoa, uno de los paisajes más memorables de España y sin duda donde mejor se zampa, resulta palpable que el nacionalismo ha llevado a cabo una actuación tenaz para provocar un extrañamiento hacia lo español y borrar su huella. En el paisaje urbano de esos pueblos solo el estanco, Correos y algunas sucursales bancarias recuerdan a golpe de vista que estás en España (otra cosa es de puertas adentro, donde por supuesto se ve la Liga española, se leen los excelentes periódicos de Vocento, se habla de Urdangarines, Pantojas y coletas, se sigue el circo de Jorge Javier, se leen las novelas policíacas en castellano de la inspectora de los forales Amaia Salazar y se escucha a Malú y al abuelo Sabina).
Volvamos a San Juan de Luz. Un par de locales presentan en sus fachadas pequeñas banderitas españolas y venden suvenires asociados a España y algunos de sus productos. En las tascas y tiendas de San Juan se esfuerzan por atender en castellano al foráneo y muchos lo hablan perfectamente. Buscando dónde comer, mirando los menús de los escaparates con cara de guiris en la inopia, una chica del pueblo se apiada de nuestro deambular, se detiene y recomienda en francés un restaurante próximo: «Es muy bueno. Comida rica, muy de aquí». Entramos. La decoración sorprende. En el bistró –donde por cierto, se comía de miedo y lograban el noble arte de no secar el bonito– casi todos los cuadros eran de motivos taurinos o andaluces. El dueño, en un español casi impecable, explica que es un apasionado de Córdoba, y se ufana de ello, casi tanto como de sus pimientos de Espelette, que muele hasta convertirlos en una cara y delicada especia.
Volvemos a España, a las rancias pintadas pro ETA, la cartelería borroka, el rollazo nacionalista. Un gran globo que no va a ninguna parte. Sectarismo para hacer difícil lo natural, que se puede ser vasco y español, igual que se puede ser francés y vasco. Desde siempre, y afortunadamente.