UNA RAYA EN EL AGUA
Cuento de Navidad
«A cierta edad –le dijo–, la vida consiste en evocar ausencias. Somos inmortales mientras alguien alcance a recordarnos»
SE lo dijo al volver de la misa del Gallo, mirando las luces navideñas en la plaza de la Catedral con unos ojos líquidos que la memoria parecía volver transparentes: «A cierta edad la vida consiste en evocar ausencias; la alternativa es que alguien esté evocando la tuya». Esa era la razón por la que regresaba al hotel cada Nochebuena, a cumplir año tras año el rito escrupuloso de la temprana cena en soledad, el vestido de terciopelo azul noche y una copa de coñac francés mirando en silencio el fuego de la chimenea antes de dirigirse a la catedral para sentarse muy cerca del coro. Fue entonces cuando el director le comunicó que esa sería la última vez, que la crisis había podido con el viejo negocio y que tras un largo proceso de liquidación le tocaba cerrar en enero. La anciana no contestó; se dejó acompañar hasta el ascensor y en la puerta lanzó al entorno una mirada cargada, perfumada más bien, con el aire denso de los recuerdos. «Yo fui feliz aquí. Más feliz que nunca en ninguna parte. Pero de eso hace mucho tiempo».
En la mañana de Navidad la vio bajar a desayunar con el porte de aislada dignidad de siempre, pero en el modo en que acariciaba los manteles y se fijaba en los detalles de plata de los cubiertos notó esa clase de nostalgia herida, decadente, terminal, de una despedida. La vio recorrer muy despacio los salones con el gesto de una actriz que abandona un escenario, sentarse en algún sillón cargado de historias, quedarse mirando mucho tiempo los cuadros, levantar la vista hacia las claraboyas de los patios. Luego hizo que bajasen su equipaje, dejó en la recepción los sobres con las propinas que evitaba dar en mano y antes de que llegase el coche que la llevaba a la estación se dirigió al director para darle las gracias, tomarle la mano entre las suyas y repetirle muy despacio la frase que le había dicho la noche anterior mientras la acompañaba por las calles gélidas: la vida consiste en evocar ausencias. Y añadió antes de irse que esa era la única inmortalidad en la que en el fondo creía; somos inmortales, le dijo con media sonrisa, mientras alguien pueda alcanzar a recordarnos.
Él sintió al verla marchar una aguja de desazón clavada en los intersticios del alma, como si acabase de bajar del todo la persiana que le esperaba pocos días después al otro lado de la derrota. Nunca supo con certeza qué cenital episodio, qué acontecimiento memorial motivaba a la vieja dama a repetir cada Nochebuena la precisión sacramental de aquella solitaria liturgia de sentimientos. En enero, cuando ultimaba el amargo papeleo del cierre, recibió una carta de un fondo de inversión suizo. En ella un abogado de Ginebra le rogaba en protocolario inglés comercial que por voluntad póstuma de cierta importante cliente española comunicase a la propiedad del hotel su voluntad de iniciar lo antes posible las negociaciones para adquirirlo.