VIDAS EJEMPLARES
Y volver, volver, volver
Pocos logran adaptarse al tremendo anticlímax que supone dejar el poder
CADA vez que vean a un as del deporte deslumbrando en la cúspide de su gloria piensen que están contemplando a un ser humano de un futuro complicado. Antes de cumplir los 30 han llevado a cabo lo más importante de su vida. Nada de lo que se le pueda ocurrir a Miguelón en el resto de su existencia, a buen seguro plácida y feliz, podrá resistir una mínima comparación con sus cinco copas del Tour. ¿Quién se acordará dentro de veinte años de Ozil o de Balotelli, hoy dos chavales millonarios aclamados en los coliseos? Nadie. Pero ellos tendrán que seguir viviendo, y no tienen pinta de reinventarse como físicos cuánticos o brillantes empresarios. Muchos de estos ilustres prejubilados acaban rezumando amargor. Ahí está, como paradigma, el malrollismo maradoniano, un tipejo que ha buscado en la bulla y los opiáceos un sustitutivo para la sobredosis de endorfinas de ser el mejor.
El problema se repite en otros ámbitos que proporcionan un protagonismo inusual. Por eso –y por el parné– retornan a los cosos tantos toreros otoñales, apretados con poco donaire en el traje de luces y con aire de picadores de Botero. Por eso sigue Mick Jagger, pasados los 70, repitiendo en versión uva pasa lo que ya hizo en la veintena. El mecanismo opera también con los políticos. Vean a González y Aznar, presidentes en general respetados y con ascendiente, abuelos en buena forma, que han sido capaces de ganar mucho dinero en la empresa privada tras dejar la política (lo cual es un mérito que refrenda su valía, no un baldón). Pero es evidente que algo avinagra el carácter de ambos: la enorme nostalgia del poder perdido, ver que ahora manda otro, cuando ellos continúan pensando que lo harían mucho mejor.
Hace dos años, en una espectacular rueda de prensa sorpresa marcada por la emoción, Esperanza Aguirre anunció que dejaba la política para disfrutar de la vida familiar. Pero las dichas de la familia, en realidad las más importantes, son de naturaleza privada, un poco lánguidas, no masajean la autoestima como el poder. La presidenta se iba al año de haber ganado con una nueva mayoría absoluta, que acreditaba su enorme prestigio entre los madrileños. Tenía 60 años y un currículo colmado: ministra, presidenta del Senado, nueve años al frente de la Comunidad de Madrid. Una política adorada por el público, por sus reflejos, ideas claras y empatía coloquial, un remango infalible, chispeante. Tuvo también sus errores, mayormente estar sentada sobre una olla de corrupción y al parecer sin percatarse. Pero su mandato se distinguió por un valioso legado: convertir a Madrid en un espacio abierto e inculcar un positivo optimismo sobre sus posibilidades.
Cuando Aguirre se fue, frustrando a sus votantes, se suponía que era cierto. Pero es muy duro dejar de ser cuando se ha sido y se puede volver a ser. Ahora presiona a un hombre al que quiso retirar en 2008 para que la recupere para la alcaldía. Su mejor tarjeta de presentación ante su jefe no debería ser su gracejo popular, ya conocido y merecidamente celebrado, sino una explicación detallada de qué quiere hacer desde la alcaldía. ¿Cuáles son sus ideas para la ciudad que debe ser el rompehielos de España en el mundo? ¿Cómo propone orientar el Madrid del siglo XXI, que habrá de batirse en la feroz cancha global con las mejores metrópolis del orbe? ¿Qué haría para mejorar la vida diaria de los madrileños? Ojalá acierte a responder a estas cuestiones. Porque lo importante debería ser qué puede hacer Aguirre por Madrid y no qué puede hacer Madrid por Esperanza.