VIDAS EJEMPLARES

Cela

Qué lástima no celebrar mejor los 25 años de su Nobel

Por Luis Ventoso

AL caladero del Oeste de Irlanda, de cielo de piedra y olas como casas, los pescadores anglosajones y franceses lo bautizaron como «Grand Sole», es decir, gran lenguado. Pero los que al final araron aquella parcela de océano fueron los marineros gallegos, que lo tradujeron como Gran Sol, nombre irónico para un mundo siempre gris. Era un trabajo muy bravo, de riesgo y soledades. Mareas de quince días, dos jornadas de descanso en tierra, y vuelta al mar. Mi padre fue uno de los patrones que cartografiaron la riqueza oculta de aquel Atlántico, un tesoro hecho de merluzas, cigalas, rapes, abadejos… No me ciega la pasión filial si digo que fue uno de los mejores, para algunos, el mejor.

La vida de los marineros de los años sesenta y setenta tenía dos combustibles: tabaco y alcohol. Pero había más. Mi padre se llevaba con él bolsas de libros, que devoraba cada marea de forma compulsiva. A la vuelta los iba dejando tirados por casa. Muchos eran de un tal Camilo José Cela. Tanto le gustaba lo que escribía aquel señor que también se los compró todos juntos, en una encuadernación finolis. Para un niño su padre es su dios. Así que curioseé uno de aquellos volúmenes. Eran cuentos cortos, bastante asequibles, y en los que había algo que me enganchaba. Entonces no supe entender qué era. Hoy sé que se trataba de la prosa de Cela, que como otros literatos gallegos, como Valle o Cunqueiro, tenía el don de ponerle música al castellano.

Pasaron los años y seguí leyéndolo. «Del Miño al Bidasoa», «La rosa», la evocación sentimental de su niñez; el destino atroz de «Pascual Duarte»… En el bachillerato nos obligaron a leer «La Colmena». No fue una orden, fue un favor. Luego siempre lo seguimos.

Conocer a uno de tus ídolos resulta extraño. Cela vino a conferenciar a mi provincia, que era también la suya, y atendió a los periodistas. Era un hombre orondo, que por entonces aparecía todo el día en la tele, con un anuncio en el que decía a su choferesa negra: «Come, Oteliña, que estás muy flaca». Con la impertinencia estúpida propia de la juventud, le pregunté si no le daba vergüenza hacer aquellos anuncios siendo un gran escritor. El corte fue olímpico: «Joven, soy escritor y actor publicitario. ¿Algún problema?».

Años después tuve la fortuna de entrevistarlo en su casoplón de Puerta de Hierro, ya con su Nobel a cuestas. Lo pintaban como una suerte de histrión social. Pero hablé con un anciano educadísimo, diría que algo tímido, con un compromiso radical con su literatura. Siempre recordaré algo que dijo: no hay nada grande que no nazca de un gran esfuerzo solitario. Él hizo ese esfuerzo. Nunca se traicionó como artista. Ya mayor, todavía armó dos libros que en cualquier otro justificarían una carrera: la «Mazurca» y el discutido «Cristo versus Arizona», con algunas de las mejores páginas sobre la soledad y la desolación.

Esta semana se han cumplido 25 años de su Nobel, el último de un español. Ni caso. Se habla más de los pleitos de su viuda que de su arte. No era del pesebre ideológico correcto, y eso no se perdona en un país de colmillo, proclive a ignorar su propia grandeza. Ay si Cela fuese francés, inglés o de Brooklyn…

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