LLUVIA ÁCIDA

Mandíbula suelta

De la determinación de los jueces no sólo depende la vigencia de ciertos supuestos de independencia. También la credibilidad del Rey

David Gistau

Ante la posibilidad de acabar en prisión, el amor propio no puede arruinar un buen eximente. Vean el caso de Vincent Gigante, el capo de la Mafia que durante años salió en bata a la calle, donde se fingía errático con la mandíbula suelta por si algún día necesitaba alegar demencia ante un tribunal. El retrato de la Infanta Cristina que hace el fiscal Horrach representa otra de esas ocasiones en las que hay que contener el amor propio para que fluya el eximente. De otro modo no se entendería que la Infanta deba considerar una buena noticia un escrito que la perfila como una persona incapaz de comprender lo que firmaba y de enterarse de cuál era la actividad de la empresa en la que figuraba como copropietaria y que la usaba de señuelo social.

Uno también preferiría pasar por chiflado en bata antes que por culpable. Pero alegar ser princesa es incluso mejor, porque el cliché popular siempre tenderá a conceder que por privilegio de nacimiento se trata de una persona que jamás necesitó preguntarse de dónde procedían las abundancias. Estaban ahí por un sentido patrimonial histórico, y el problema del jugador de balonmano fue que él no podía causar una degradación a la pequeña burguesía. Precisamente Urdangarín sí debería haberse dejado ver de vez en cuando en bata, ya que desde el principio fue entregado en sacrificio para que su escarnio apaciguara el resentimiento general mientras la Infanta era auxiliada por ciertos resortes del Estado que a estas alturas no contradicen únicamente a un juez con supuesto afán de notoriedad e instintos jacobinos, sino a cuatro, si incluimos a los de la Audiencia.

Lo paradójico es que, en el escenario posterior a la abdicación, los jueces partidarios de procesar a la Infanta son los que ayudan al actual Rey. El caso Urdangarín y todas las sospechas de cabildeos inherentes a él van al marcador del Rey anterior. El actual se disoció de su hermana casi con crueldad, hasta el punto de prohibirle existir durante la proclamación. Incluso los límites impuestos al precio de los regalos aceptables constituyen un repudio de esas ventajas de las cuales Urdangarín fue una exageración. Si al nuevo Rey, comprometido desde el mismo discurso fundacional de su reinado con la honradez y la transparencia, el Estado le crea un agravio comparativo con la salvación de la Infanta a través del eximente de pobrecita mía que ni sabe lo que firma, el supuesto privilegio se convertirá en la primera agresión grave a sus principios declarados. Si el propio Rey ya fue capaz de anteponer el cargo a los afectos para extirpar a su hermana, ¿por qué nadie comprende que estas inercias auxiliadoras procedentes de cuando reinaba Juan Carlos son absolutamente destructivas para una institución que completó con éxito un tránsito difícil que dejó atrás muchas más cosas de las que sospechábamos?

Ésa es la paradoja. De la determinación de los jueces no sólo depende la vigencia de ciertos supuestos de independencia. También la credibilidad del Rey. Del actual, me refiero.

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