VIDAS EJEMPLARES

Ella es su obra

Pocos logran el aprecio que concitó Cayetana de Alba con libertad y principios

Luis Ventoso

La lotería del azar precede al alumbramiento de todo ser humano. No elegimos nuestra cuna ni nuestra biología. Nacer con un físico agraciado, con una inteligencia inusual o en buena cuna –o incluso con las tres cosas– no constituye un mérito personal. Se trata de un regalo del destino. Cayetana Alfonsa Victoria Eugenia Fitz-James Stuart y de Silva había nacido hace 88 años, heredera de la confluencia de los linajes más nobles de dos imperios únicos, el español y el británico. Dueña de todos los títulos (47, la mayor acumulación del planeta), 18 veces Grande de España. Señora de veinte castillos y media docena larga de palacios. Latifundios sin cuento, tierras equivalentes a media Menorca. Una familia instalada en la gloria desde hace 540 años. Tres mil millones de patrimonio, una de las diez fortunas de España. Cuadros de Rubens, Velázquez, Goya, Tiziano… Manuscritos de Colón, la primera edición del Quijote, la Biblia de los Alba, el testamento de Fernando el Católico, muebles, libros, tapices, armaduras. La mejor educación. Oxígeno cosmopolita lejos de una España autárquica y pobre. Viajes, lenguas. Una infancia viendo a Churchill e Isabel II. Una juventud con la espuma social más fulgurosa. Una madurez de poetas, flamencos y toreros. Una vida de capellán y capilla privados. Un intento –conseguido– de ser del pueblo siendo lo más antitético al pueblo. El peso de la historia sobre los hombros.

¿Cómo jugar esas cartas? Pretéritos ya, por imperio de la cordura burguesa, los tiempos en que nobleza equivalía a mando, Cayetana cumplió su tarea: preservó y restauró su valiosísimo patrimonio y mantuvo intactos sus valores personales («Soy monárquica y católica hasta la médula», le enfatizaba en Dueñas a Nati Pulido, en una de sus últimas conversaciones con ABC). No fue una intelectual ni una artista, tampoco una política o la creadora de un gran institución filantrópica (ahí los magnates anglosajones siguen impartiendo lecciones). Y sin embargo construyó una pequeña obra de arte: su propia vida.

En 1953 se convirtió en cabeza de la Casa de Alba. Muchas décadas en el patio público, en un país donde la envidia y la mala baba constituyen un hobby respetable. Pero se despide incólume y hasta con nota y aplauso. No conozco a nadie que no sienta simpatía por Cayetana de Alba. ¿Por qué? Por su apego a la libertad en una sociedad cada vez más gregaria. El ejercicio de su libre albedrío, a veces osado, no devino jamás en ostentación histriónica, porque al fondo permanecía intacto todo el armazón de unos valores inmutables, de manera acendrada su catolicismo y su respeto a lo que ella representaba. La duquesa de Alba era avanzada por ser profundamente conservadora, en el sentido más elevado del término: conservar lo valioso.

En esta hora de la elegía se habla de su rebeldía y su modernidad. Creo que no era ninguna de las dos cosas. Solo era una persona libérrima, que ejercía como tal, porque poseía el valor, la economía y la cordura que le permitían hacerlo. En tiempos de plutócratas chabacanos, funcionarios clónicos y guiñoles televisivos, daba gusto ver a Cayetana, allá en su mundo. El que enmarcó Lampedusa.

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