EL ÁNGULO OSCURO
Blas y Margaret
Fandiño bien se merece esa plaza oprobiosamente entregada a Margaret Thatcher
Como expresión gráfica del oportunismo hediondo de nuestros politiquillos, que ponen una vela a Dios y un candelabro de siete brazos al demonio, diremos que la estatua erigida en honor de Blas de Lezo se halla a escasos metros de la plaza ignominiosamente dedicada a Margaret Thatcher, promotora entusiasta del homicidio a granel del inocente y atila de la justicia social. Habría que especificar, sin embargo, que la erección de la estatua de Blas de Lezo ha sido iniciativa de un grupo de patriotas, luego vampirizada por los politiquillos, que se han arrimado para pillar cacho y salir en las fotos; mientras que la dedicación ignominiosa de una plaza a la Thatcher en pleno centro de Madrid (¡cuando tantos españoles insignes no son ni siquiera recordados en el callejero, o lo son del modo más indecoroso posible, con calles birriosas en los arrabales!) ha sido iniciativa politiquilla y antipopular, promovida por cuatro cipayos genuflexos capaces de rebajar la dignidad nacional en su esfuerzo (baldío) por halagar patéticamente a la pérfida Albión, que ni siquiera se digna considerarlos, como se probó en el funeral de la mencionada Thatcher, donde fueron hacinados en lugares irrelevantes y mezclados taimadamente en el mismo banco con chupatintas de la colonia de Gibraltar, como si fueran fámulos a los que el señorito desea escarnecer en público.
Cuenta en sus memorias Richard Luce, quien fuera capataz de Gibraltar, que la Thatcher, a la sazón de visita en la colonia, cuando supo que un barco de bandera española había osado adentrarse en las aguas de jurisdicción española que los gibraltareños rellenan con bloques de hormigón, exclamó carcajeándose:
–¡Pues bombardearemos Madrid!
Hay que ser, en efecto, muy cipayos y muy lameculos para dedicar una plaza en el centro de Madrid a quien puso a España la zancadilla siempre que pudo, reforzando la posición de la colonia de Gibraltar, y se desempeñó como una furibunda enemiga de la Hispanidad, como demostró en las Malvinas. Pero esta reverencia cipayesca de nuestros politiquillos a una enemiga de España se explica si consideramos que la escabechina que Blas de Lezo infligió a los hijos de la Gran Bretaña en Cartagena de Indias era ignorada hasta hace cuatro días por todos los españoles, que en cambio se conocen al dedillo las derrotas de la Armada Invencible o de Trafalgar, prueba inequívoca de que España es el único país del mundo que ha asumido la leyenda negra propagada por sus enemigos con el fin de convertirla en una nación corroída por los complejos, incapaz de cualquier acto de afirmación patriótica y presta siempre a ponerse de rodillas, con tal de que la acepten displicentemente en los saraos internacionales.
Aprovechando que unos patriotas españoles han levantado una estatua al insigne almirante Blas de Lezo, habría que promover que la plaza ignominiosamente dedicada a la Thatcher fuese rebautizada con el nombre de aquel gallardo guardacostas Julio León Fandiño, quien tras apresar al contrabandista inglés Robert Jenkins le rebanó una oreja al tiempo que le decía sarcásticamente: «Vuelve a Inglaterra y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Y el rey inglés, a la sazón Jorge II, envió iracundo su flota contra Cartagena de Indias, donde Blas de Lezo le dio jarabe de pata de palo. Fandiño bien se merece esa plaza oprobiosamente entregada a Margaret Thatcher; y hasta que los politiquillos accedan a cambiar su nombre, los patriotas deberían acercarse a la estatua de Blas de Lezo y encomendarse a su espíritu, para acudir después a la plaza de la Thatcher y galardonarla con sus gargajos y zurullos.