VIDAS EJEMPLARES
No es sin tiempo
Permanecer como diputado 37 años no es un servicio público, es un empleo
César Antonio Molina fue tal vez la persona de más altura intelectual y dominio de su parcela que pasó por los melifluos gabinetes de Rodríguez Zapatero. Tal vez por eso, en otra de sus decisiones psicodélicas, el Atila de León lo hizo volar de regreso en un avión urgente cuando estaba en un viaje oficial en el extranjero y lo cesó sin explicación alguna. Le faltaron tres meses para cumplir dos años al frente del Ministerio de Cultura. Tras aquello, el PSOE ofreció a Molina asilos varios. El más evidente, quedarse apalancado en el Congreso oprimiendo el botón y asegurándose una nómina. Pero la dignidad no le dio para aceptar el balneario donde vegetan tantos caídos en las urnas o en las refriegas partidarias. Así que lo dejó y volvió a ganarse el condumio con lo suyo: sus libros y ensayos, la universidad y la gestión cultural. Del coche oficial pasó al taxi, el metro y la caminata. Renunció a los privilegios del post ministerio y se zambulló en la vida real, llena de incertidumbres, pero también repleta de alicientes para quien crea que mandar no lo es todo.
Alfonso Guerra ha estado 37 años sentado en el Congreso y ahora anuncia que se irá. No es sin tiempo. El decano de la Cámara, que tiene 74 años, estudió perito industrial y Filosofía y Letras, y ha cultivado un perfil de sabio con extensos conocimientos, que tal vez resultaría ameno refrendar con un examen. Lo cierto es que a los 29 años ya se nutría del PSOE, que ha sido su medio de vida. El cénit de su biografía lo alcanzó entre 1982 y 1991, cuando ocupó la vicepresidencia del Gobierno con Felipe González, con quien hoy comparte una mutua aversión y un avinagrado envejecer. Enjuto, ocurrente y faltón; de gafas, labios y verbo gruesos, disfrutó de alto mando en España, que ejerció de manera despotilla («El que se mueva no sale en la foto», es la cita cuartelera que deja en la historia menuda de nuestra política). Su salida de la primera línea no fue precisamente a hombros. Dimitió acorralado por las vergüenzas de la corrupción, esa misma mugre que ahora le parece tan nueva al adanismo obnubilado ante Tele-Podemos. Perdido el poder, ha continuado 23 años levitando por el Congreso.
Alfonso, el Lenny Bruce sevillano del PSOE, fue el rey del club de la comedia en la gala minera de Rodiezmo. Pero nunca reparó en el auténtico chiste de la jornada: el admirable camarada Fernández Villa, el héroe de la UGT, que puño en alto y pañuelo rojo al cuello se forraba saqueando los fondos mineros.
El gran debe de Guerra, como el del frívolo Bono y otros barones socialistas veteranos, patriotas de palabra y no de hechos, fue su dejación de funciones durante la barra libre de Zapatero con el nacionalismo. ¿Dónde estaba el vitriolo justiciero del gran Alfonso cuando el peor presidente de la democracia abría la caja de Pandora que ha exacerbado hasta el delirio el problema catalán?
Entre las lentejas y los principios a veces toca hacer finos equilibrios. Es respetable. Pero no admirable. Se va Guerra. ¿Cuál es su legado?