UNA RAYA EN EL AGUA

El «scoop» del siglo

Desde Watergate no hay periodista que no sueñe con tumbar a un presidente, aunque la mayoría no logra que dimita un concejal

Ignacio Camacho

Desde Watergate no hay periodista que no sueñe con tumbar a un presidente, aunque la mayoría no logra que dimita un concejal

CUANDO algún amable lector –de los que todavía me quedan, que diría Prada– me pondera el esfuerzo de escribir un artículo diario suelo responder con una frase que el gran Ben Bradlee tenía grabada sobre la mesa de su despacho: peor sería tener que trabajar. Oficio vocacional, en el que te pagan por hacer lo que te gusta, el periodismo ofrece además el privilegio de poder comenzar de nuevo cada día. El mérito verdadero es el de los que curan el ébola, el de los que se enfrentan cada mañana a una clase de adolescentes sin desbravar o el de los que se suben (cuando pueden) ocho horas a un andamio. Al lado de ese sacrificio, a menudo tan poco reconocido, tiene escasa relevancia esta pasión de hacer pájaros de papel con los que alguien acabará, pese a nuestra grandilocuencia, envolviendo el pescado.

Gran parte de la mitología del periodismo moderno tiene mucho que ver con el recién fallecido Bradlee, el todavía vivo Post –a ver cuánto tiempo tarda en cargárselo el magnate de internet que lo ha comprado sin creer en la prensa– y la leyenda del Watergate, aunque el mismísimo Bob Woodward admitiese que era «una gilipollez» atribuir en exclusiva la caída de Nixon a las revelaciones del prestigioso paper washingtoniano. Desde entonces no hay periodista en el mundo que no sueñe con tumbar a un presidente, aunque la mayoría se jubile sin lograr siquiera la dimisión de un concejal. Aquel scoop fabuloso prolongó en el último tercio del siglo XX la aureola idealista y romántica de una profesión hoy acorralada por la revolución tecnológica y por su propia tendencia a la banalización y el espectáculo. Bradlee y sus reporteros encarnaron el paradigma del periodismo político: independiente, contrastado, inconformista. Para ellos fue el prestigio, la gloria y hasta la inmortalidad del cine; sin embargo la Historia ha desdeñado el papel esencial de la editora Katy Graham, sin cuya limpia y ejemplar firmeza jamás habría podido abrirse paso la verdad. El romanticismo encaja mal con los arquetipos empresariales pero fue ella, la dueña del periódico, quien pudiendo haber parado las incómodas investigaciones decidió alentarlas y se jugó su posición y su fortuna para resistir la presión del poder.

En cualquier caso, el desenlace del Watergate fue posible gracias a la vigorosa moralidad de una democracia transparente en la que la ocultación es o era un delito de lesa política y en la que mentir a la prensa, y no digamos al Parlamento, equivalía a mentir a la sociedad. El Post hizo su trabajo; el juez Sirica y los senadores independientes, el suyo. Eso es lo que hace funcionar el engranaje de la libertad y el mecanismo de equilibrio de poderes de la democracia. El periodismo empujó pero solo no hubiese podido. Conviene recordarlo, sin triunfalismos corporativos, en el país en que un presidente resistió los GAL y otro salió indemne de los sms de Bárcenas.

CUANDO algún amable lector –de los que todavía me quedan, que diría Prada– me pondera el esfuerzo de escribir un artículo diario suelo responder con una frase que el gran Ben Bradlee tenía grabada sobre la mesa de su despacho: peor sería tener que trabajar. Oficio vocacional, en el que te pagan por hacer lo que te gusta, el periodismo ofrece además el privilegio de poder comenzar de nuevo cada día. El mérito verdadero es el de los que curan el ébola, el de los que se enfrentan cada mañana a una clase de adolescentes sin desbravar o el de los que se suben (cuando pueden) ocho horas a un andamio. Al lado de ese sacrificio, a menudo tan poco reconocido, tiene escasa relevancia esta pasión de hacer pájaros de papel con los que alguien acabará, pese a nuestra grandilocuencia, envolviendo el pescado.

Gran parte de la mitología del periodismo moderno tiene mucho que ver con el recién fallecido Bradlee, el todavía vivo Post –a ver cuánto tiempo tarda en cargárselo el magnate de internet que lo ha comprado sin creer en la prensa– y la leyenda del Watergate, aunque el mismísimo Bob Woodward admitiese que era «una gilipollez» atribuir en exclusiva la caída de Nixon a las revelaciones del prestigioso paper washingtoniano. Desde entonces no hay periodista en el mundo que no sueñe con tumbar a un presidente, aunque la mayoría se jubile sin lograr siquiera la dimisión de un concejal. Aquel scoop fabuloso prolongó en el último tercio del siglo XX la aureola idealista y romántica de una profesión hoy acorralada por la revolución tecnológica y por su propia tendencia a la banalización y el espectáculo. Bradlee y sus reporteros encarnaron el paradigma del periodismo político: independiente, contrastado, inconformista. Para ellos fue el prestigio, la gloria y hasta la inmortalidad del cine; sin embargo la Historia ha desdeñado el papel esencial de la editora Katy Graham, sin cuya limpia y ejemplar firmeza jamás habría podido abrirse paso la verdad. El romanticismo encaja mal con los arquetipos empresariales pero fue ella, la dueña del periódico, quien pudiendo haber parado las incómodas investigaciones decidió alentarlas y se jugó su posición y su fortuna para resistir la presión del poder.

En cualquier caso, el desenlace del Watergate fue posible gracias a la vigorosa moralidad de una democracia transparente en la que la ocultación es o era un delito de lesa política y en la que mentir a la prensa, y no digamos al Parlamento, equivalía a mentir a la sociedad. El Post hizo su trabajo; el juez Sirica y los senadores independientes, el suyo. Eso es lo que hace funcionar el engranaje de la libertad y el mecanismo de equilibrio de poderes de la democracia. El periodismo empujó pero solo no hubiese podido. Conviene recordarlo, sin triunfalismos corporativos, en el país en que un presidente resistió los GAL y otro salió indemne de los sms de Bárcenas.

El «scoop» del siglo

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