Quien no la conozca y la vea pedalear sobre su bicicleta, cruzando avenidas y bordeando rotondas, no imaginará que es catedrática de geografía e historia, conservadora del patrimonio cultural que se aglutina en el Instituto Padre Luís Coloma, y entre otras cosas, catalogadora en Sanlúcar de Barrameda del archivo de la familia Orleans-Borbón sobre el palacio de San Telmo de Sevilla, antigua residencia de los duques de Montpensier.
«Nací en Badajoz e hice las oposiciones de cátedra y tras mi paso por Montilla (Córdoba), junto a mi marido, Manuel Ruiz Carmona, -también catedrático al que conocí en la facultad, con veintinueve años- vine a Jerez. Al haber pocos institutos opté por el Coloma, y al ser la única catedrática del centro ocupé la plaza de directora e impartí clases hasta que me jubilé antes de la edad para dedicarme a mi otra vocación: la conservación del patrimonio y la cultura de este instituto, ya que no puedo resistirme al estudio y la recuperación de sus documentos. Es un arduo trabajo que me ocupa un tiempo precioso y me priva de otros menesteres, pero me encanta rescatar parte de un pasado desconocido en Jerez que confío terminar para mediados de año», dice mostrándome mapas realizados por alumnos de 1916.
«Tengo datos anecdóticos como que la madre de Eduardo Mendicutti fue la primera mujer que ocupó un cargo en la asociación de padres», apunta mientras hojeamos antiguos libros de Gráficos de Catecismo, la Historia de España de Bruño o el libro personal de visitas de inspección de 1924.
Entre la aparatología aparece una linterna mágica, un epidiascopio o proyector de cuerpos opacos, y otro de cine de 1919 cuya factura de 250 pesetas firma el habilitado don Horacio Bell. «Son recuerdos que no puedo dejar que se pierdan», dice nostálgica. «Y algo que me gusta reseñar es la foto de Gertrudis Martínez Otero, natural de Sanlúcar, primera niña bachiller en Jerez y primera farmacéutica de Andalucía, cuyos estudios realizó en muy pocos años y con buenísimas notas».
Y en esa labor ¿se vio arropada? «Por supuesto, con profesores como Miguel Hernández, Manuel Molina, Rafael Uceda y María Dolores Ortiz. Ellos han colaborado en la conservación de un patrimonio en el que se agrupan animales del Coto de Doñana y otros que trajeron algunos alumnos que estudiaban en la marina de San Fernando de sus viajes por el mundo. Todo está catalogado. Igual que aparatos de cuantiosa valía, como un barómetro de Torre fabricado para el Instituto en 1850, para cuya adquisición mediaron determinados bodegueros en sus viajes al extranjero».
Y qué personajes distinguidos ¿pertenecieron al centro? «Ni te imaginas», -dice con su dulce y característica voz-. «Por aquí pasaron Juan Ramón Jiménez -que estaba en la misma clase que Pedro Muñoz Seca y Fernando Villalón-Daóiz-, y Rafael Alberti que menciona al Coloma en su Arboleda perdida. Cuando yo descubrí esas cosas se me pusieron los pelos de punta. Hay un dictado que escribió sobre el Quijote para su ingreso de bachiller que me entusiasmó muchísimo, porque lo escribió con faltas de ortografía, y eso me hizo ver que los niños de ahora escriben lo mismo que los de otras épocas que posteriormente destacaron en literatura. También tenemos al Padre Luís Coloma, jesuita, natural de Jerez y autor de Pequeñeces, Ratón Pérez y Jeromín, y más actuales, Pedro Pacheco, Casto Sánchez Mellado o Benito Navarrete que me escribe a menudo y es catedrático de la Universidad de Madrid; muy relacionado con el gran arte. He revisado con lupa muchos detalles y he descubierto que entre 1880 y 1900 estudiaron aquí sólo seis niñas, como las hermanas Moye León, hijas de un médico, y las Cafranga de un farmacéutico. Puede que entonces las consideraran raras, las aislaran en sus pupitres y las señalaran por estudiar, pues hasta el acta de sus notas se hacían aparte. Era el comienzo de la cultura de la mujer española que en 1880 no era corriente que estudiara, con el agravante de que lo que aprendiera no le serviría de nada, ya que las leyes no le permitirían ejercer».
María Dolores Rodríguez Doblas es una mujer sencilla y con una visión nada común de la realidad de la vida, su aperturismo la hace especial ante los cientos de alumnos que pasaron por sus clases, y considero su esfuerzo digno de ser valorado. A ello ha dedicado parte de sus vacaciones, sus tardes libres y el tiempo robado a su familia -es madre de dos hijos-. Y aunque podría seguir impartiendo clase hasta los setenta años, se jubiló porque quería terminar un gran trabajo. Es mi manera de homenajearla como mujer y como profesora, porque ha sabido ver donde otros no ven. Su persistencia es mucha. Se interesa por los alumnos aún pasado el periodo de enseñanza, y debe sentirse satisfecha de su labor antes y después, pues aunque haya sido dura, ha sido amiga de los alumnos y ha trabajado con ellos y por ellos. Miembro del Centro de Profesores (CEP) de la ciudad, se esforzó por la renovación de la Logse. «Cambio que considero necesario para dar paso de lo tradicional a lo renovado». Y entre otros ha escrito Ciento cincuenta años del Instituto Coloma, y ha colaborado en revistas culturales y en libros de texto. «He hecho lo que he podido y he sido feliz con mis clases», dice satisfecha.
Y qué te preocupa de la sociedad actual. «La evolución de la juventud, que es producto de la sociedad en la que se vive, y el que trabaja con alumnos debe saber por qué son ése producto y de dónde procede su actitud. Ahora nos encontramos con estudiantes que carecen de conocimientos, como los que vienen de Marruecos o de Rumanía, con otra cultura y de religión musulmana y, cómo le explicas a esos niños la conquista islámica de España. Hay que saber adaptarse y convertirse en un ciudadano más abierto, más universal, más comprensivo y más respetuoso».
Sé que hay algo por lo que luchaste sin recompensa: el cuadro de Garnelo. «Ese cuadro lo donó el Museo del Prado al instituto y quedó en depósito en los juzgados, pero al ser trasladados, quedó abandonado y en un estado lamentable. El Ayuntamiento decidió no tirarlo y lo guardó en un almacén que lo deterioró con ciertas obras de albañilería. Yo lo descubrí y pedí su traslado -creo que fue por 1980-, y en mi ingenuidad, pensé que la ciudad, al saberlo, se avergonzaría de tener la Muerte de Vulcano abandonada. Hoy por hoy estoy por dar la razón al Ayuntamiento y a las instituciones y empresas públicas y privadas a las que acudí, porque ha pasado tiempo, nadie se interesó, y está condenado a su desaparición. Quiero que conste mi persistencia en su defensa» -dice con firmeza-, «porque es una pena que en un centro de esta categoría los alumnos vean cómo se descuida y se deja en incuria ese gran patrimonio. Ni el Ayuntamiento actual, ni los anteriores, han aportado un real para su conservación. Vienen, le hacen fotos y prometen, pero ahí sigue, cada día más estropeado y olvidado en la escalera. Yo no puedo porque es muy grande -asegura-, pero sería capaz de ponerme en la Avenida con él para que se enterara todo Jerez, pues me digo, que de los treinta años que estuve enseñando, poco aprendieron mis alumnos de mí. Algunos de ellos son personajes distinguidos, de empresas de renombre y gran poder económico, pero hacen caso omiso a pesar de que no les sería difícil ayudar en su restauración. Cuando lo traje -un día de Reyes en el que privé a mi hija de la cabalgata-, al no caber por la puerta llamé a un albañil, pero no pensaba que hubiera tanta desidia. Mi actuación llegó hasta traerlo al Instituto Coloma y luchar por él. Pero ahora no me corresponde ni siquiera llorar. Que lloren los jerezanos que pierden una obra de arte de tanto prestigio».
Y ha habido alguna satisfacción que guardarás de tu paso por el centro -dejo caer intentando suavizar su disgusto-. «Sí. Una personal. La de pertenecer a un instituto tan antiguo, y que además de mi trabajo tuviera a mi alcance la investigación y recuperación de una parte de la historia de Jerez».
Me consta que has llegado a hurgar en los contenedores de basura buscando documentos. Es cierto. «Cierto. Con el fallecido Antonio Cabral. Y encontramos archivos que son verdaderos tesoros».
María Dolores Rodríguez Doblas se codea en Sanlúcar con obras de Madrazo, pero ella va a su aire, con su mochila a cuestas y sobre los pedales de su bicicleta, imaginando que en un futuro, aquello que conservó para Jerez, cuando menos, será valorado.