Antes de hacerse adicto al teatro y lanzarse a recorrer España y América en busca de nuevas dosis que nunca le dejan satisfecho, Ramón Rivero fue un gaditano más, de esos que convierten la playa en jardín de infancia, comedor, sala de estar, plaza para pasear y jardín para amoríos juveniles.
Antes de pasear las palabras de Quiñones y Escalante por los escenarios de medio planeta, vivió veranos de esos de madre llamando desde la orilla.
A la hora de recordar uno, el actor gaditano, máximo representante de Teatro del Mentidero, se queda con alguno de su preadolescencia, junto a sus padres y su hermana -en la imagen, en el centro junto a su madre- y los primeros amigos, allá por los primeros años 60: «Había que mojarse la cabeza tres veces antes de que te dejaran bañarte y a mí el mar siempre me ha dado un miedo terrible -aún me lo da-». Al echar la vista atrás, rememora que «los baños siempre empezaban después del 16 de julio, cuando la Virgen del Carmen ya había bendecido las aguas...»
Al terminar el horario de playa llegaban «algunas tardes de domingo en el Cortijo de Los Rosales, cuando había dinero, y, si no, en la Plaza de Mina con el inevitable picolino de la Heladería Piccola, en la calle San José».
Más recientemente, recuerda con especial cariño dos veranos: «El primero es uno que pasé en Asilah, Marruecos. Cumplía 50 años y un grupo de amigos me dieron una fiesta en casa de uno de ellos, un bello palacete de la medina, hubo músicos gnaguas, kefta y pinchitos y me cantaron el cumpleaños feliz en español, árabe, francés e inglés. Fue muy singular». Pero el más especial que recuerda fue hace pocos años: «En las playas de Tarifa, Santiago Escalante y yo, hartos de la vorágine de Madrid -donde vivíamos-, nos compramos una caravana y la instalamos en un camping de Tarifa. El verano comenzó para nosotros a final de mayo y nos duró hasta septiembre». Ese largo estío consistió, sobre todo, en «levantarnos a las siete de la mañana y con mis perras Cuca y Tara, una bellísima setter que disfrutaba del mar como una sirena, no solo se bañaba, ademas buceaba y a veces yo, como una madre de esas de toda la vida, le tenía que gritar desde la orilla para que saliera del agua. Fueron unos días muy placenteros de fresco poniente».
Como anécdota agridulce de aquel estío, «un amanecer en el que muchos gritos y unas carreras nos despertaron. Eran unos moritos que correteaban alrededor de las caravanas y la Guardia Civil les perseguía. Habían llegado en una patera. Era muy triste ver sus ropas y zapatos desperdigados. Aquellos restos y la patera quedaron en la playa, como decorado mudo, el resto del verano».