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Domingo, 9 de julio de 2006
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CALLE PORVERA
una vida perra
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Acababa de dejar el coche por uno de esos callejones de la calle Chancillería, huyendo de los asaltadores del ORA. Justo cuando me embriagaba ese característico aroma de basura carcomida por el calor y urinario de apeadero de Renfe, apareció escondido detrás de un contenedor, olisqueando una bolsa de patatas tumefacta. Movía mucho la cabeza, quizás para compensar que una de las patas traseras estaba doblada en un ángulo inverosímil. Para alguien que lo más cercano a un perro que ha tenido en su vida piaba y estaba dentro de una jaula, era imposible determinar la raza, pero sí sabía que tenía hambre, que no duraría mucho con esa pata tiesa, y que algún malnacido lo había borrado de su memoria. Un regalo, que había caído en el olvido cual osito en el cajón, con la diferencia de que este muñeco de vida propia no podía dejarse en el fondo del altillo. Llegaría el verano, y ya sería suficiente trauma pelearse con los hermanos para ver a quién le tocaba el premio de llevarse la abuela, como para discutir con los hijos sobre un tiesto inútil, que había que sacarlo de paseo dos veces al día. «Él nunca lo haría», decía la televisión, verdadero padre de muchos niños, mientras el perro manchaba la alfombra del salón. Harto de estar harto, el padre, el de la semillita no el otro, dejaría el chucho en un arcén de la carretera del Calvario, mientras pensaba qué kinder sorpresa traería al día siguiente para compensar el berrinche. Vida perra la del mejor amigo del hombre. A cambio de un par de lametones, el hombre se porta como lo que es, y se olvida del ser humano. Como siempre.



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