Hay veces en las que las palabras no bastan, no alcanzan. Puede resultar chocante que sea yo quien diga esto. Por mi oficio, debería creer ciegamente en su poder, en su eficacia absoluta. Y es así, casi siempre. Ya decíamos con Huidobro, unas semanas atrás, que el poeta es un pequeño dios Pero ya verán que no me contradigo del todo.
Se dan ocasiones, en la vida diaria, en las que la palabra hablada se nos queda corta, no se encuentran las frases adecuadas, fallan los registros, y en todo el diccionario no encuentra uno el término cabal que exprese un sentimiento, un movimiento del alma. Qué impotencia mirar a una persona, desear comunicarle el amor, el agradecimiento o la devoción, y quedarse balbuciendo cualquier tópico gastado, cuando no una simpleza fuera de lugar. Se queda uno luego repensando las respuestas que debería haber dado, las expresiones de condolencia que podría haber pronunciado, o las sublimes frases de amor que el corazón conocía pero que los labios fueron incapaces de articular.
Quizá sea por eso que estoy empezando a añorar las cartas escritas. Ésas que se podían rehacer mil veces, modificar y mejorar, hasta que dijeran exactamente lo que se deseaba decir. Las que dejaban lugar para la tachadura y la corrección. Cartas como las que se intercambiaban los grandes escritores, los estadistas o los místicos. Pero también como aquéllas, deliciosas, de nuestros abuelos en la mili o nuestras abuelas, sus jóvenes novias, a menudo plagadas de faltas encantadoras y giros imposibles. Hablar es a veces demasiado precipitado, y necesitamos de la mediación de la escritura para dar el debido reposo al pensamiento.
Si no fuera por la escritura, muchos sentimientos se quedarían en el aire. Se desharían en humo de naderías, en banalidades más o menos ingeniosas. Afortunadamente, después de meter la pata, queda el remedio de escribir una columna, un artículo, un mensaje o un poema, que enmienden, con todos los lujos y los matices de esta lengua portentosa que tenemos, el error. Sólo que hay que admitirlo. En los amores, en la política, en el trabajo Confesar nuestra precipitación, nuestra ofuscación o nuestra falta de elocuencia. Mejor nos irían las cosas si fuéramos siempre capaces de hacer ese ejercicio de humildad.