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Lunes, 26 de junio de 2006
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LECHE PICÓN
Toto León
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No soy amigo de necrológicas: soy de los que piensan que los hechos valen más que las palabras y que los lauros que no se dicen en vida no son, después del último adiós, sino nuestro propio reproche por lo que no dijimos en su momento, un triste epitafio escrito a destiempo en la lápida helada de nuestro silencio. De hecho, después de cientos de artículos escritos, tan sólo recuerdo haber escrito una: a Ángel Sáez, y fue porque entre él y yo medió mucha distancia en su última enfermedad. Se me han ido muchos amigos íntimos en los últimos años -Miguel, Luis, Juanito Rodríguez, Antonio, el propio Ángel...- , tal vez porque, llegando a cierta edad, la muerte se ve como algo menos difuso, va disparando cerca, va afinando su puntería. Sin embargo, he dejado el papel en blanco en todas esas ocasiones y me he limitado a dibujar recuerdos en el lienzo aterido de la memoria.

Hoy, empero, quiero dejar constancia escrita de la muerte de Toto León. De Don Antonio León y Manjón. Porque no es una pérdida personal, porque no ha sido un perjuicio íntimo. Dejo constancia de su muerte porque ha sido el quebranto de todo un pueblo. Lo dejo escrito: ha muerto Toto León y con él se ha ido la filosofía pristina del Sur, la ciencia pura de la vida, uno de los últimos caballeros andantes capaces de dar razones, con su sola presencia, a toda la teoría de nuestra esencia y de nuestros orígenes.

Lo conocí de una manera más cercana, hace años ya, en esos benditos cónclaves del «Veintidós a las dos» -el 22 de Diciembre de cada año, a las 2 de la tarde, recién finalizados los ecos frustrantes de los niños de San Ildefonso- con que cada año nos regala José Luis Zarzana. Allí, junto a Antonio Gallardo, Carlos y Antonio Murciano, Paco Cepero, Paco Bejarano, Pacote García Figueras, Andrés Cañadas, el añorado Pepillo y tantos otros, supe de la altura moral de Toto, de su gracia andaluza, de su doctrina vital, de su ángel metafísico, de su clase de aristócrata de los que ya no quedan: de los que han nacido en palacios pero también han acariciado los trigos rubios, los brotes nuevos y los sarmientos de las viñas. De su voz ronca y cascada escuché versos y máximas y consejos y exhortaciones que quiero cincelar en las habitaciones de mi cerebro para que jamás se me olviden. Y decorar con ellos su ausencia en las próximas vísperas de las Navidades.

La muerte es el comienzo de la inmortalidad, dijo Robespierre. Y yo digo que sólo el recuerdo hace inmortal a los hombres. Os pido, pues: recordad a Don Antonio León y Manjón, al entrañable hombre del Sur, del campo, de la viña, del Rocío, de la poesía, del ángel, de la bonhomía, del saber estar y del saber ser. Recordad su voz rauca, sus pequeños ojos siempre sonrientes, su piel quemada por el sol que amaba. Recordad sus palabras sabias y sus silencios más sabios aún. Recordad la sonrisa que regalaba. Recordad lo que él amaba y amadlo.

Que se nos fue Toto León y este rincón del Sur -Jerez, Sanlúcar...- se queda sin uno de sus referentes, sin uno de sus pilares. Recordadlo para ir tejiendo entre todos el paño blanco de su inmortalidad. Y sin llantos. Con una sonrisa triste tal vez. Una sonrisa en la que el silencio musite, calladamente, un «Dios te bendiga, Antonio León Manjón».



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